Paseos



Pasea al perro. O a la madre. A veces al perro, a veces a la madre.

Al perro con correa. A la madre, no.

 

 

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Pasea sola. Le gusta perderse en la ciudad.

Entra en un bar. Al fondo del bar hay una pista de patinaje. No estaba en sus planes, pero patina por horas arriba de esa gran sábana blanca.

 

 

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Pasea pisando charcos. Cada charco se transforma en un arrecife de coral, en una anémona de mar, en un pulpo con  mil tentáculos.

Entra a un bar y pide un submarino.

 

Así se queda, mirando cómo se disuelve la barra de chocolate en la leche caliente.

 

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Pasea en bicicleta, sobre el puente rojo.

Abajo, pasa el río. En el río, hay tres botes a pedal.

Ella y los del bote pedalean a la vez. En perfecta sincronía.

 

 

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Pasea mirando ventanas. No mira hacia delante, sino hacia el costado. Espera encontrar alguna ventana abierta y espiar qué hay adentro.

Una cortina amarilla se mueve con el viento y puede ver a una mujer recostada sobre una ballena.

 

 

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Pasea. Se le caen algunas lágrimas. No sabe si son de alegría o tristeza. Una mezcla agridulce. Llega a una florería. Duda si comprar jazmines (que huelen bien pero se pudren rápido) o una planta de ajicitos (que son picantes pero duran más).


No se decide y echa raíces.

 

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