Límite entre lo atractivo y lo desagradable - (Relato subido de tono)

Siempre me pregunté cuál sería el límite entre lo atractivo y lo desagradable. Entre lo erótico y lo pornográfico.
La primera vez que la vi en el almacén, mis dudas reaparecieron. Ahí estaba, mi vecina del sexto piso, con sus pechos al descubierto, comprando doscientos cincuenta gramos de queso parmesano y un paquete de lomito ahumado. No puedo negar que fue excitante.
Pero dejó de serlo la semana siguiente, cuando la vi por segunda vez. Estaba dejando su ropa en el lavadero para el servicio de valet, con sus pezones al aire. Pedía que le agregaran suavizante extra y revolvía su bolso de un modo frenético, buscando su billetera.
Me pregunté si entre su ropa sucia existiría alguna camisa. O al menos un corpiño. Me respondí que no.

Atravesó el límite de lo desagradable el viernes. Fui a cenar con unos amigos a la pizzería Uggi’s, y ahí estaba de nuevo. Ella y sus dos tetas: las tres comiendo una porción de fainá. Si el límite del que yo hablaba existía, no había dudas que mi vecina estaba del otro lado.

Esta mañana viajé con ella en el ascensor. Fue una situación un tanto embarazosa. Sólo nosotros cuatro: ella, sus dos tetas y yo, en un espacio bastante reducido.
Intenté desviar la mirada, pero fue inútil. El ascensor está cubierto por espejos. Descubrí entonces que ya no eran dos, sino 24 las tetas que me acosaban.

Pensé en cerrar los ojos, pero habría sido una muestra de cobardía. Intenté preguntarle por el clima. “Dicen que va a estar agradable hoy. Un poco nublado, tal vez.” Pero no obtuve respuesta. Comencé a ponerme nervioso. Muy nervioso. Tan nervioso que enseguida se notó en mi pantalón. Una mancha demasiado evidente para poder disimularla. Gotas y más gotas de sudor rodaban por mi frente.
En aquel momento comenzó a revolver su bolso. No se entendía bien qué era lo que buscaba. Quizás una excusa para no mirarme, a mí, a mi sudor y a mis pantalones húmedos. Revolvía frenética, y fue así como parte del contenido de su bolso fue a parar al piso del ascensor. Tres tampones, dos chicles tutifruti, cinco llaves y un paquete de preservativos texturados.
Los dos estábamos avergonzados. Cada uno por sus propios motivos. Siguió revolviendo un poco más, hasta que encontró un pañuelo descartable. Me lo entregó en silencio. Más tarde dio con una blusa turquesa, que se colocó cubriendo su panza y, lo más importante, sus 24 tetas.
Una vez que sus pechos estuvieron cubiertos, y mi pantalón y mi sudor, secos; los dos nos tranquilizamos. Y soltamos una carcajada.
Nos reímos por un buen rato, hasta que se detuvo el ascensor. “Es mi piso”, dijo ella. Entonces se presentó. “Esmeralda, encantada.” Me extendió su mano. Después dijo que el día de hoy iba a estar agradable, aunque probablemente algo nublado. O al menos eso fue lo que escuchó en la radio. Y por qué no pasaba a su departamento, a tomar un vinito, y a probar unos bocaditos de queso parmesano y lomito ahumado que sabe preparar como nadie.

Le dije que sí.


Esta noche conoceré el sexto piso. Y, por qué no, mis propios límites.

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