Me pregunto cómo es que hay que limpiar a los cornalitos antes de cocinarlos. Qué pasa con el tracto digestivo. Cómo se llega a limpiar algo tan pequeño. Nadie lo limpia. Va directo a la boca.
Cómo se saca el pegote que dejan los cables en la cabeza, después de una polisomnografía. Se sabe que se adhieren al cuero cabelludo con un pegote. Pero nadie sabe cómo se saca. Arreglatelás solito.
Cómo nace la cera de la oreja. Cuál es su punto de origen. Hasta dónde llega. Si tuviera que trazar una línea, un recorrido imaginario. ¿Llegará hasta el fondo, hasta el cerebro? ¿Recibirá esta cera mis descargas eléctricas, mientras estoy durmiendo? Si así fuera, se lo merece. Por ser resbalosa y molesta.
Cuando llueve me quedo mirando el triciclo de la terraza del vecino. Después del pulmón de manzana. Sigue ahí, desde hace tres años. Pasan las tormentas, y sigue ahí. Se moja y se seca. Como los árboles. Como las baldosas. Muy de vez en cuando hay una nena con dos trenzas (o cuatro; trenzas, no nenas) que se sube y da vueltas en círculos. Pero los días de lluvia, no. El triciclo sigue ahí y se dedica a mirarme fijo. ¿Por qué no venís? Me reclama.
No puedo porque estás mojado. Mojado y lejos. No puedo llegar hasta vos, hasta esa terraza. ¡Date cuenta!
Me quedo sentada mirando la pared. Estoy quieta. Solo se mueven mis manos. Hay cosas que caen. Me pregunto porqué el pegamento de la cinta se desintegra tan rápido. Porqué todo lo que pego se cae.
Me como las uñas. Abro la puerta del mueble del pasillo. Ahí están todos los remedios amotinados. El repelente de insectos. El talco para pies. Ibuprofeno. Las curitas de princesas. El jabón de glicerina (son sextillizos). Y una cajita de hisopos. Agarro uno y lo meto en mi oreja. Me acuesto en la cama mientras el hisopo de desliza por mi oído. Lo acaricia. Me susurra cosas.
Al final, terminé limpiando mi propios huecos, me digo. Mi propia mugre.
El hisopo está eléctrico. Feliz de la vida.
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El horno sigue roto. Pero yo ya estoy mejor.
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Pido empanadas de humita.
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