Gorro de lana y pompón



“Vendo miel. Toque timbre”.

Eso decía el cartel escrito con marcador, pegado en el vidrio de la ventana. Me quedé leyéndolo en voz baja. Saboreando cada una de esas palabras. Cada una de esas letras. Sentí como la miel se quedaba adherida entre mi lengua y mis dientes, justo en la “L” de la palabra “miel”.

A todos los lugares que iba, me perseguía la misma tristeza. Y los azules eran todos iguales. Más claros, más oscuros. Todos de Prusia.

Probé caminar por otras calles. Mirar para otro lado. Esquivarlos. Pero seguían ahí.

La misma tristeza. Los mismos azules.

Los juegos que jugaba también eran los mismos:  Caminar sin pisar las baldosas oscuras. Seguir el camino de las hormigas. Encontrar dónde estaba el hormiguero. Buscar las hojas amarillas que todavía quedaban sin quebrarse.

Esos juegos ahora me entristecían. Agarré una hoja amarilla del piso. La miré a los ojos y le dije: Quizás mañana me levante más vieja”.
Ahora, ella sabía uno de mis secretos. La guardé en mi cartera. Pensé en que la hoja iba a seguir ahí. Que yo iba a envejecer. Pero que ella iba a seguir ahí. Igual de amarilla y perfecta.

Quizás mañana los azules sean un poco más turquesas. Y un día, por fin, verdes.

Caminé quince cuadras con la mano adentro de la cartera, acariciando mi hoja.

Pasé por una plaza. Había una señora con gorro de lana y pompón. Tenía un caniche a upa, y conversaba con otra señora. Sin gorro de lana. Sin pompón. Con caniche también. Me senté en el pasto. Cerré los ojos y escuché lo que decían.

Hablaban mal del mundo. Pero bien del sol.
Mal de la gente. Pero bien de ellas mismas.

“Para mí éste fue un año perdido. Se quedó todo parado. Todo quieto. Y ahí esta la cosa: ¿Cómo se levanta esto?. Acá hay gente que no sabe lo que es el trabajo. Que nunca trabajó en la vida. Gente que está acostumbrada a que le den. Y ese es el problema. Que nosotros los mantenemos. Y así estamos. Yo siempre digo: a esto lo pasamos. Hemos pasado cada cosa… Pero, ¿y los daños colaterales? Eh? Eso es lo que me da pánico.”

Miré el pompón.
Miré el caniche.
Miré los frutos del palo borracho dispersos en el piso, abiertos, mostrándome el algodón de sus entrañas.
Todo en la plaza era peludo y antipático.

De pronto, yo también sentí pánico. Pánico a que el mundo se detuviera.
A congelarme.
A volverme vieja.
Azul.
Peluda.
Miedo a levantarme un día de estos con gorro de lana y pompón.

Mis manos se cerraron con fuerza. Apreté la hoja hasta quebrarla. La desmenucé en tantos pequeños pedazos, adentro de mi cartera, que dejó de ser hoja. Los tomé con la punta de los dedos y los hice caer en forma de lluvia sobre mi cabeza.

“El otoño se fue. Pero acá está. Si mañana me levanto vieja, quiero que el cielo sea verde. Y dulce.”, les dije a los pedazos de la hoja, que me miraban desde el piso, desconcertados.

Volví a casa, caminando otra vez las quince cuadras. Con cuidado de no pisar las baldosas oscuras. Corrí. Salté en un pie. Después en otro. Encontré un hormiguero. Di dos vueltas sobre mí misma. Volví a correr.

Toqué timbre.

Compré miel. 



Inspiración: Blues Run The Game, de Jackson C. Frank y un paseo por el barrio.

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