Jabón lunar


Celeste tiene el cuerpo azul de Prusia. Ojos en la ropa. Unos cuantos ojos rojos. Enormes. En la parte de adelante. En la parte de atrás. Cuando se mueve y la tela se arruga, parece como si todos los ojos se cerraran de golpe.

Pero no. Siguen abiertos.

Camina en puntas de pie, a través de la noche. No puede ver nada en la oscuridad. Sus ojos tampoco.

¿Está despierta o dormida? Ni ella lo sabe.

Camina por los baños de la ciudad. Baño tras baño, en puntas de pie. ¿O flota? Flota. Más bien flota. Es un vapor en el aire. Un vapor en movimiento.

Fueron muchas noches antes que esta. Conoce todos los lavatorios. Todas las canillas. Todas las cortinas de baño: las de peces, las de triángulos, las de palmeras, las de burbujas. Y todos los azulejos: los de porcelana, los de cerámica, los de vidrio, los de piedra y los de agua.

Flota y se transporta. Hasta que, de repente, el frío de un azulejo se le clava insolente en el dedo gordo del pie.

Celeste siente la escarcha. Y se congela.

Así se queda un buen rato. Ya no es más vapor: ahora es un cubito de hielo. Es un fractal adentro de un copo de nieve. Baila como bailan los fractales adentro de un caleidoscopio. Baila sin moverse.

Poco a poco se desliza. Patina sobre el hielo ¿Se mueve ella o todo lo demás? Es la púa de un tocadiscos: quieta, mientras un disco gira debajo sus pies. El mundo entero gira debajo de sus pies. Y la noche. Y también los baños. Los baños giran y se suceden, uno tras otro. Y mientras tanto, sigue siendo una púa, congelada, con todo el peso de su cuerpo suspendido sobre el dedo gordo del pie.

En eso, las canillas se abren y rompen el silencio. Sale agua caliente a borbotones. Se quiebra la escarcha. Con los dedos pintados de rojo, toca a tientas la pileta, hasta encontrar en la jabonera un circulo perfecto. Es el jabón lunar.

Lo sumerge en agua y el jabón ilumina la noche. Pero Celeste todavía no puede verla.

Se inclina y la cabeza queda justo abajo de la canilla. Miles de gotas la acarician. Son dedos minúsculos que resbalan sobre su cabeza calva.

Y así se queda un buen rato. Siente el calor y cada una de esas caricias. Con sus dedos rojos, se lava la cabeza. Redonda. Brillante.

Muy despacio, abre los ojos. Los de su ropa. Los de su cara. Y se mira en el espejo. La noche brilla: Ella es la luna.

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