El nacimiento de Venus



Soy Afrodita. La diosa que nació de la espuma de las olas, del semen de dios. La diosa de la belleza y de la sensualidad. De a ratos, también, la diosa del amor.

No estoy parada arriba de una concha marina. Estoy acurrucada en esta caja, en este rincón confinado, respirando el sopor que transpiran las paredes. Tengo los labios secos. Mi estómago es un tigre enojado que ruge de hambre. Sé que adentro del secreter, hay una caja con chocolate. Pero está justo en la otra orilla de la habitación. Entre nosotros corre un río de pelusas. En cada una de esas pelusas hay cinco de mis pestañas. El río es profundo y yo no sé nadar.

El corazón me late. La cabeza me late. No puedo escuchar nada más. Todo mi cuerpo es una gran maraca que no deja de agitarse y de sonar. Estoy quieta pero soy un huracán. Adentro mío hay un remolino, que sopla y se agita, a ritmos diferentes y sin ningún compás. Soy una maraca sin ritmo.

Hago un gran esfuerzo por levantarme. No estoy parada arriba de una concha marina. Mis pies pisan un almohadón desvencijado, con flores desteñidas, fucsias y naranjas. Flexionando levemente las rodillas, haciendo fuerza con los brazos, consigo subir apenas la persiana. Entonces, miles de luciérnagas pasan por entre los agujeros. Vuelan juntas. Se entrecruzan y vuelan hacia mí. Dejo que entren y dibujen un garabato crepuscular en cada línea de mi cuerpo desnudo. Siento cómo me van iluminando de a poco: mis paralelos y mis meridianos. 

Me vuelvo a recostar. Vuelvo a mirar las pelusas (yo también soy una pelusa, una pelusa que brilla). Veo cómo se deslizan por el piso y ruedan. Bailan rimbombantes, trazando círculos concéntricos. Estoy ante una ceremonia sufí. Las pelusas son pequeños derviches danzantes, en la soledad de mi habitación. Giran en ronda y a la vez sobre sí mismas, hasta llegar al extásis. Llegamos juntas. Me quedo paralizada mirando la danza. Nunca vi nada igual.


Mi cabeza late un poco menos.

En algún momento me voy a tener que parar y caminar hasta la puerta. Es tanta la paz que, por momentos, abruma. El silencio es ensordecedor. No escucho tu voz del otro lado. Solo el movimiento de la hamaca. Sé que no vas a venir.

Me concentro y escucho el bamboleo de la hamaca en el balcón. Debe ser el viento soplándola. “Eolo. Eolo. Eolo”, me cantan en soprano los herrajes de la hamaca.

Mi mente sale al balcón. Me acuerdo de nuestro loro. ¿Seguirá en la jaula? Ahí lo dejé, solo, hace cinco días, con un pedazo de pan. Desde acá no puedo escucharlo. Pienso en las migas, en  sus plumas de ese verde furioso. Mi tigre ruge con más fuerza. Me acuerdo del chocolate. Saboreo con la mente cada mordisco. Entonces me paro. Justo en ese momento, la luz de un relámpago cubre de oro mis redondeces. Soy una pelusa dorada. Atravieso el río de pelusas y abro la puerta del secreter. Después, la caja. Y, por último, el envoltorio. Entonces, me apago. No brillo más. El chocolate está completamente derretido. Y yo, también.

Dejo de ser Afrodita para convertirme en un tomate. Soy un tomate que estrujaron en plena Fiesta de la Tomatina. Un tomate que anda diseminando su jugo a cada paso.

Las otras pelusas también cambian de color.

Abro la puerta y salgo. Camino hasta el balcón.

La hamaca está quieta. La jaula, vacía. Hay una alfombra de plumas verdes. Y yo estoy parada arriba, como una diosa que no pudo nacer.

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