Adentro

                          

Escucho por todos lados que es tiempo de bajar las exigencias. De meterse para adentro. De ver qué hay ahí.

Entonces, me meto.

Mi hija dice que adentro no tenemos órganos. Ni sangre, ni huesos. Que nos tenemos a nosotros mismos, pero más chicos. Y más adentro, más chicos. Y así. Me explicó que somos como grandes mamushkas, con piernas largas, que caminan y se mueven. Pero que todavía no nos dimos cuenta.

Entonces, me meto.

Adentro hay muchas cosas. Algunas me gustan. Hay colores, formas raras, tetas, chocolate, tetas de chocolate.

Hay otras que no me gustan tanto. Hay pinches que salen del piso, un moco que se me pega a la planta del pie, un bicho turquesa que me camina por la espalda, espejos rotos, paredes descascaradas.

En el techo hay estalactitas que chorrean un líquido azul. Lo pruebo. Es dulce y un poco ácido. Como el relleno de los caramelos fizz. Todavía no estoy segura de si me gusta o no.

Más al fondo hay un sillón. De esos inflables que tenía en mi habitación, a los quince años. Sentada estoy yo, pero más chica. No soy yo a los quince. Soy yo de ahora, pero más petisa. Estoy en ese rincón oscuro (no yo, mi otro yo). Me muevo y el sillón hace un ruido horrible con cada movimiento. Es ese ruido de cuando nos frotamos contra un plástico. El pelo se eriza. Parezco un gato enojado (no yo, mi otro yo). Me siento al lado y nos quedamos charlando. Hablamos de todo. Me convida helado de pistacho. Lo comemos con las manos y no nos manchamos. Por arriba, le pone un poco de ese líquido azul (no está tan mal). Siento cosquillas en la lengua. Me río. Nos ponemos a dibujar. Está rodeada de hojas, tintas y pinceles. Me dice que use lo que quiera. Que hay mucho. Que hay para las dos. Empezamos y hacemos unos dibujos buenísimos. Nunca antes dibujé tan bien. Mi mano no puede parar. La mía, tampoco. Llenamos el piso de dibujos. Los miramos y seguimos un poco más. Dibujamos las dos juntas. Mi mano izquierda, con su derecha. Y al revés. Dibujamos con los pies. Todo nuestro cuerpo dibuja.

De repente, mi otro yo se mete adentro de ella. Ya no somos dos. Ahora hay muchas yo. Me cuesta contar cuántas somos.

Todas dibujamos. Todas charlamos. Todas comemos helado. Dibujamos con todas las partes de nuestros cuerpos y lo que hacemos es cada vez más hermoso. Les digo que así voy a ser mucho más productiva. Que haberlo sabido antes. Que no saben la cantidad de cosas que tengo pendientes ahí afuera. Que por qué no me dan una mano. Que salgan conmigo.

Entonces, la tinta empieza a flotar. Ya no podemos seguir pintando. Se congela en el aire hasta ser en un gran iceberg en el techo. Enseguida se derrite y se convierte en estalactitas. Las hojas se endurecen, y se vuelven paredes descascaradas. Estoy sola. Mis otras yo se fueron. Esto ya me pasó antes, creo. ¿Será un déjà vu?

Me trago el bicho turquesa y salgo.

Es tiempo de bajar las exigencias, me digo. Y me acuesto a dormir.

Comentarios