La idea


La idea se quedó en la otra habitación, ya no puedo ir a buscarla. La puerta está cerrada y hay una visita ahí. No tengo ganas de conversar ahora. Voy a tener que esperar a que se vaya.

Pasan las horas. Escucho el silencio. La visita se fue. Abro la puerta. Pero la idea ya no está donde la había dejado. ¿Se la habrá llevado?, pienso. Quizás no era tan interesante, después de todo. Quizás quedó abajo del sillón. O metida entre los pelos de la alfombra. Quizás yo debería haber sido, por una vez, un poco más amable y saludar. Es tarde. La habitación está vacía.

Cierro la puerta.

Una idea nueva me despierta a la madrugada. Es otra, porque si fuera la misma, la reconocería. Ésta es bastante más insolente que la anterior. Me sopla en el oído, como el viento que golpea los vidrios de las ventanas. Ese viento que quiere entrar a donde nadie lo espera. Que se cuela entre los huecos y hendiduras. No molestes, le digo. Dejame dormir. Pero insiste.
Sobrevuela a mi alrededor como si fuera una mosca, hasta que logra entrar al interior de mis sueños. Desde ahí, me sacude. Me saca de la cama. No te necesito, le digo. Quiero dormir. Me lleva al living, arrastrándome. Estoy acá. Me dice. Es ahora o nunca. Prestame atención. Pero no puedo. Estoy a oscuras en el living. Me muevo de memoria y enciendo la lámpara de pie. Me hace abrir los ojos. Buscar el cuaderno. Sacar un lápiz de un cajón. Me siento sobre la alfombra y garabateo sin parar lo que la idea me dice. No la entiendo. Ella tampoco me entiende. Sigue hablando y yo sigo moviendo la mano. La mano mueve el lápiz con movimientos espásticos. Me hace escribir. Dibujar. O la mezcla de las dos cosas. Debe ser algo brillante, pienso. Una revelación. De esas que aparecen a la madrugada. Y yo casi la dejo escapar. Como a una a mosca que sale volando por la ventana. O peor aun, que muere aplastada contra el vidrio. Un vuelo frustrado. Garabateo un rato más hasta que dejo de escucharla. Otra vez el silencio. Me voy a dormir.


A la mañana, vuelvo al living. Me sirvo una taza de café y se me vuelca sobre la alfombra. Al lado de la mancha negra, entre los pelos blancos, está el cuaderno. Y ahí mismo, la idea. Me mira agazapada, entre los renglones. Es un cúmulo de rulos enroscados, indescifrables. Me mira fijo. Soberbia. Sabe que es brillante. Lo sabe. Me pide que le preste atención. Mirame. Estoy acá, plasmada, me dice. No me dejes escapar ahora. No me ignores. Mirame. Con atención. Mirá lo importante que
soy. Te puedo cambiar la vida. Hacerte volar. Voy a ser un antes y un después en tu existencia. Mirame.

Hago el intento. Me pongo los anteojos, y me quedo mirándola un buen rato, me concentro. Pero no. No hay caso. No la entiendo. Quizás sea una idea brillante, sí, pero no para mí. No ahora.

Arranco la hoja del cuaderno y la pego en la pared. La miro. La idea con rulos negros sobre la pared blanca. Me siento en la alfombra y la miro. La mancha negra, sobre la alfombra de pelos blancos. Pasa volando una mosca. Sale por la ventana.

Otra vez, el silencio.

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