Bajaste con la bicicleta por el
ascensor. Te metiste adentro del casco y te sentiste segura, al menos por un
rato. Saliste a la calle y empezaste a pedalear. El semáforo se puso en rojo. Un
auto frenó al lado tuyo. Se asomaron por la ventanilla las caras de unos nenes.
Te hablaron, te preguntaron algo y vos te hiciste la que no los escuchabas.
Tenías la mirada fija en una chica con botas de plataforma. En lo alta que
parecía. En lo difícil que debía ser caminar con esas botas. Los nenes tenían unas
máscaras. Se las ponían. Se las sacaban. Te hablaban. Pensaste en si ya era Noche
de Brujas. En todo el tiempo que pasó desde la última vez que te disfrazaste.
No, el casco no es un disfraz. No cuenta.
Subiste con la bicicleta por el
ascensor. Vos y la bicicleta adentro de ese espacio ínfimo. El espejo te mostró,
sin pedir permiso, lo minúscula que podés llegar a ser. El poco espacio que
podés ocupar. Dejaste la bici en el balcón. Así, transpirada como estabas,
volviste a salir. Compraste algo en la mercería. Guata blanca, para estirarla y
convertirla en tela de araña. A la vuelta, corriste por el pasillo para no
compartir el ascensor con un vecino. Entraste al departamento , tenías la
respiración entrecortada. Guardaste cosas en frascos. Hiciste arañas con
cartulina. Intentaste poner orden en tu escritorio, pero lo único que hiciste fue
guardar el caos adentro de cajas y cajones. Abriste ventanas. Hablaste por
teléfono. Discutiste. Lloraste. Cortaste de golpe y no dijiste chau. Intentaste
seguir llorando sola, para sacarlo todo afuera, pero te quedó la mitad de la
bronca adentro. Pusiste música para que se te pasara. Pero la bronca crecía.
Dudaste si era bronca o impotencia. Si era tristeza. Te acurrucaste en la cama.
Extrañaste tener un gato. Volviste a sentirte esa nena indefensa. Esa nena a la
que no le prestan atención. La que necesita ser vista. Te preguntaste si acaso
eras vos la que estaba equivocada. Si acaso tu hermana tenía razón. Te odiaste,
por dudar. Por dejar que te afecte tanto, su mirada. Apretaste la guata con
fuerza. La convertiste en una pelota. Parecía una bola de nieve. Pensaste en
las cosas que te hacen sentir bien. En comer merengues. En oler jazmines. En bailar
sin que te importe nada más. Pensaste en por qué hoy todo eso te parece tan
inalcanzable.
Te bañaste y saliste a la calle.
Viste nenes corriendo con mochilas. El piso lleno de flores naranjas. Guirnaldas
rotas. Fuiste a la plaza y viste más nenes. Nenes saltando arriba de un
tobogán. Otros en la hamaca. Una nena nadando arriba de la arena. Enterrándose.
Pensaste que esa nena podrías ser vos. Que te gustaría volver a ser nena. Pero
no la nena indefensa. No la nena a la que su hermana le hace burla, y no la
deja pensar. No. Te gustaría ser la nena que juega, libre. Que baila en la
plaza. Que usa medias turquesas con volados blancos y no le importa lo ridícula
que se ve, ni lo que piensan los demás. La nena que sube hasta arriba del
tobogán y se hamaca por horas. La nena que come merengues. Que se deja abrazar
por su abuela, y se deja envolver por ese brazo inmenso hecho de algodón.
Te quedaste sentada en el borde
del arenero. Llorando.
Pensabas en qué cosas son importantes.
Y en qué cosas, no. En qué cosas hacen que te levantes, todos los días. En las
excusas que te ponés, todos los días. En lo que te hace inmensa. En lo que te
hace minúscula. En poder ir más despacio. En no dejarte apurar. Compraste un
algodón de azúcar al señor de la plaza. Te sacaste los zapatos y los enterraste
en la arena. Cerraste los ojos y todo tenía gusto a merengue. Y, por un rato,
volviste a ser esa nena.
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