Cornalitos

Entre los renglones naranjas de la reposera de plástico, estoy yo. Entre renglón y renglón, se asoma mi cuerpo, mi piel. Algo naranja también. Y algo resbalosa, por el protector solar. Demasiado aceite de coco. Demasiada sal marina. Tengo tanto aceite y tanta sal que podría estar recostada en una gran sartén. Me quedo quieta, esperando que enciendan la hornalla. Me pregunto cómo sería morirme así.

A mi derecha, enterrado en la arena, hay un vaso de cerveza. Escucho las burbujas que gritan su efervescencia. La espuma cae por el borde, acariciando el vidrio. Del otro lado, un plato de cornalitos brillantes. Miro el cielo, sin una nube. El horizonte que dibuja una línea recta, sin un barco, sin un bote banana, sin nada más que su horizontalidad. Al principio me calma, pero a los pocos segundos me aburre. Tomo un sorbo de cerveza. Me queda un bigote espumoso. Lo relamo. No sé bien a dónde mirar. Cierro los ojos y me imagino adentro de esa sartén gigante. Abro los ojos y miro el plato. Cincuenta cornalitos me miran fijo. Hago foco en cada uno de sus ojos. Algunos se salieron y solo queda el hueco. Las miradas de los tuertos son las más penetrantes. Todos me miran fijo, esos ojos perlas que se perpetuaron con el calor del aceite. Si me frieran, yo también miraría así. A quién. Todavía no sé. Cierro los ojos. Porque ya no puedo sostenerles la mirada. Vuelvo a mirar el horizonte mientras mi brazo baja y agarra un cornalito al azar. “Roberto”, pienso, “vos te llamabas Roberto”. Me lo voy comiendo, despacio. Se deshace en mi boca. Mastico la cabeza primero, y después la cola.

Eso al principio. Los primeros tres. Con la lengua intento adivinar si es tuerto o no.

Después me los voy comiendo enteros. Sin ni siquiera masticarlos. Pongo mis labios en “U” y los absorbo.

Hago ese esfuerzo por ellos. Para ellos. Me raspan un poco la garganta, al principio. Pero les regalo esta segunda oportunidad. La de nadar un poco más. Nadar por mi mar interior. La posibilidad de despedirse del mundo líquido. Enteros. Siendo “Roberto”, “Ernesto” o como se llamen, aunque sea un ratito más. Me siento piadosa, casi santa. Deberían agradecerme. Rendirme ofrendas. Hago lo mismo con todos, con los cuarenta y cinco restantes.

Miro el horizonte. Miro el plato vacío. Redondo. Inmenso. Le sostengo la mirada. “Hay que hacer la digestión, quedate quieta”, diría mi mamá. Me levanto, como puedo, y camino por la arena. Entierro un pie, después el otro. Y así hasta llegar a la orilla. Soy un cangrejo. No puedo caminar más, ni para adelante, ni para los costados.

Me acuesto en el mar. Son casi las siete y el sol está cayendo. Hoy es el último día de mis vacaciones. Con los ojos cerrados y la piel naranja, me despido de este universo líquido. Creo que podría morirme así.

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