Bilis

Me había quedado mal después del sueño. No por el sueño en sí mismo, sino por la sensación que me dejó en el cuerpo. Me desperté agitada. Empapada de transpiración, y con los ojos más abiertos que de costumbre. Me acuerdo que me miré en el espejo y me asusté. Tenía un color amarillo verdoso. Visceral. Todavía seguía mordiendo la placa de relajación con fuerza. Sentía la saliva palpitando entre los dientes. Como bilis en plena ebullición. Y de lejos, un sabor amargo que asomaba por la garganta.
Me pregunté por qué seguía soñando lo mismo, noche tras noche. Con esa mujer tan odiosa. Con ese lugar tan odioso. ¡Si hacía años que no trabajaba ahí! ¿Acaso no era algo superado? Al parecer, no. No lo era. Cada noche volvía una vez más a ese momento de mi pasado. A ese escritorio horroroso. “Horroroso”, repetía para mis adentros, poniendo atención en cada “O” de la palabra. Caí en la cuenta de que no hacía otra cosa más que rebotar en mi propia línea de tiempo, como si durmiera acostada en un elástico largo y viscoso. Rebotaba. Y rebotaba. Una y otra vez.
Me pregunté si había quedado algo pendiente. Cuando pensaba en ella, se me aparecía un cartel luminoso. Luces de neón que se encendían y se apagaban. Entre todas, formaban la palabra ODIO. Las primeras letras se apagaban primero, pero la última “O” seguía encendida. 
Y entonces lo supe. Entendí por qué, a pesar de haber escrito con letra cursiva y enrulada ese telegrama de renuncia, de haberlo firmado, todavía trabajaba ahí, todas las noches, sin remuneración ni vacaciones. El odio no se había ido. Seguía intacto. Con todas sus “O”, con todas sus luces. Y era eso lo pendiente. Justamente eso. Poder sacarlo afuera.
Pero cómo hacer para encontrarla, después de tantos años. Sabía que vivía en Vicente López, pero no mucho más. La busqué en las redes sociales. Uno, dos, tres clicks y ahí estaba. Rubia, como bañada en aceite de oliva. Lacia, en un eterno shock de keratina. Estúpida, en un eterno shock de estupidez. Y estirada. Con la piel pegajosa y brillante. Con ese eterno bronceado. Y ese sombrero de paja, de ala ancha, que la hacía verse en unas eternas vacaciones.
En un mismo movimiento de dedos y lengua, escupí la placa de relajación y descargué la foto en la computadora. La imprimí en A4, y con un marcador indeleble, escribí su nombre y apellido, y la palabra ODIO, justo encima del flequillo. También le dibujé colmillos y cuernos, y otras cosas más. Me puse lo primero que encontré, y fui hasta la librería. Compré una cinta de embalar y saqué fotocopias. Muchas. Suficientes como para llenar la mochila. Me tomé el 63. Después, el tren Mitre. Bajé en Vicente López.
Así pasé la mañana del domingo. A medida que iba caminando por ese barrio desconocido, iba empapelando las fachadas con su cara. No había desayunado, pero ya me sentía mejor. El sol me acompañaba y podía sentir cómo el odio, poco a poco, se iba diluyendo.
Caminé por las avenidas importantes, y la pila de carteles que tenía en la mochila se hacía cada vez más liviana. Libertador. Francisco Melo. Laprida. Roca. San Martín. Y algunos próceres más. Mi odio estaba saliendo. Podía verse, en los carteles, en cada pared, en cada parada de colectivo. Después de varias horas, llegué al Paseo de la Costanera. Me di cuenta de que necesitaba descansar. Me senté en uno de los bancos y plegué algunos carteles. Armé tres barquitos de papel. Los llevé hasta la orilla del río y me quedé mirando cómo se alejaban. Estaba un poco mareada. Tenía hambre y la panza hacía ruido de burbujas. Compré un pancho con lluvia de papas. Le puse mostaza. Mucha mostaza. Y me lo comí sin sentirle el sabor. Seguí caminando, mientras masticaba. Pegué algunos carteles más, en los postes de luz. En los otros bancos de cemento. Hasta que abrí mi mochila y quedaba un solo cartel. Lo agarré y seguí caminando. Caminaba y miraba el horizonte, cómo los barquitos se alejaban por el río, llevados por el viento. Entonces me tropecé con una mujer. Era ella. Enseguida la reconocí. Bronceada. Brillante. Eterna. Nos miramos. Intenté decir algo. Alguna palabra. Alguna frase. Había imaginado ese diálogo durante años. Moví la lengua, pero no salió nada. Puse los labios en forma de “O” y me quedé así. Mis manos estaban transpiradas y el cartel se resbaló de mis dedos hasta caer al piso. Su cara, la del papel, también se quedó mirándome. Escuché las burbujas que seguían explotando adentro de mi panza. Era mi odio, en plena ebullición. Me agaché para levantar el cartel, y en eso, un río amarillo verdoso salió de mi boca.
Ahí estaba, a nuestros pies, cubriendo sus botas de cuero: el odio que venía guardando. Le di el cartel, algo manchado, y me fui en silencio, caminando hasta la estación.

Esa noche soñé con un barco. Navegaba por el río, y un viento fresco me soplaba la cara.

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