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La mujer que está sentada en el asiento
de adelante no imagina que desde esta altura puedo ver su cuero cabelludo. Uno
de los pocos privilegios que tengo por estar parada. Cada uno de esos mechones
brota sin respetar ningún orden o simetría. Sale uno. Hay un camino de cuero
cabelludo, y enseguida, otro. Se asoman buscando el sol, como los cactus en el
desierto. Se habrá hecho muchos batidos cuando era joven, pienso. “Los batidos
de ayer son la alopecía del mañana”. El sol se refleja en su calvicie. Le da
luz. La acaricia.
En el último asiento hay dos mujeres que
hablan. A esta distancia no llego a entender bien lo que dicen. Mueven lo
labios en forma de “U”, de “M”, de “O”. Mueven las manos y los párpados.
Escucho algunas palabras sueltas que pronuncian con más énfasis. Intento
hilarlas en una conversación posible, pero se deshilachan, como los pelos de la
señora de adelante.
Del otro lado del pasillo hay una chica
con uñas demasiado largas. Pestañas demasiado largas. Las peina con una uña.
Las pone en eje. Me mira. “¿Demasiado largas? ¿Quién decide qué es demasiado?
¿Demasiado qué?” Me pregunta con la mirada. “Son postizas. Ya nos dimos
cuenta.” Le respondo con la mía. Cuando cierra y abre los ojos, las pestañas se
mueven en diagonal. Aletean. El viento entra por la ventanilla y las mueve
todavía más. Hay una que se está por despegar.
Dos chicos llevan a upa una maqueta de
arquitectura. Cuento en total veinte balcones en paspartú. Quince puertas. Ocho
vehículos. Cinco árboles. Tres faroles. Ningún habitante. La chica se ríe.
Muestra los dientes. Son blancos. Me encandilan.
Un señor de bigotes que está sentado
atrás se para. Hago un movimiento torpe, indeciso. No logro arrebatarle el
asiento al chico de rulos. El chico de rulos es más rápido que yo. Más hábil. O,
por lo menos, sabe lo que quiere. Así y todo, no se merece el asiento. Ahora
está curvado sobre sí mismo. Hipnotizado por un jueguito en el celular. Acumula
monedas virtuales. Caen en cataratas. Forman pilas y más pilas. Brillan. Ahora
es rico. Pero esas monedas no van a poder pagarle el marco nuevo para los
anteojos que tanto necesita. Los tiene pegados con cinta scotch. El teléfono se
le llena de monedas virtuales. Mientras siguen cayendo, me doy cuenta de que
también necesita un abrigo nuevo. Su campera está llena de agujeros y manchas
en forma de aureola. La tuvo adentro del ropero por demasiado tiempo. Desde
esta distancia puedo sentir el olor a humedad. Y a esas bolitas de naftalina
que rodaron y giraron cerca del abrigo, durante demasiado tiempo (¿Pero quién
dice qué es demasiado?).
Ahora abre Whatsapp. No logro leer qué
es lo que escribe. Me esfuerzo, pero no. Desde arriba de su hombro solamente
veo un emoticón que llora. Llora cataratas de lágrimas. Está angustiado. Me
avergüenzo de todo lo que pensé antes. Quizás sí, después de todo, se merecía
el asiento. Y un abrigo nuevo. Y unos anteojos. Y tantas otras cosas. Un
abrazo, por lo menos. Aunque pensándolo bien, quizás tuvo un mal día, y nada
más. Yo también tuve un mal día, después de todo. En una de esas, llora por algún
motivo idiota. O es como esos nenes de tres años que les roban el teléfono a
sus papás y les divierte mandar emoticones sin ningún motivo.
Ahora los de la maqueta se bajan. Me
apoltrono en el asiento de la de los dientes blancos. Al lado mío se sienta una
chica que habla con su amiga. "La mitad de mi pierna es la piernita de
ella. Y ella, encima de todo, tiene hernia. No, no es un caso tan extremo. Es
como que ya se acostumbró. Está como resignada”. Hablan de ella. De una “ella”
que no está. Sin pausas. Escucho cada palabra de lo que están diciendo, pero
esta vez no puedo ver cómo mueven los labios. Me imagino el labio superior
sobre el inferior, esos labios fucsias, cambiando de forma, pronunciando la “P”
de pierna. Pienso en girar y comprobar cómo es que mueven esos labios. Pero la
haría sentir un poco incomoda. Mejor me quedo quieta.
Justo en frente, hay una chica de
flequillo, con otra maqueta de arquitectura. La maqueta es mucho más grande que
la anterior. Está llena de sombrillas de cartón. Multiespacio cultural, se
llama la materia.
“Debería hacer algún deporte. Por lo
menos caminar un fin de semana. Zumba. Pilates. Algo. Ya se lo dije. Pero ni
bola. Ibamos a yoga juntas el año pasado. Y le gustaba. Me acuerdo que hacía el
saludo al sol cada vez que se levantaba a la mañana, y todo. Pero dejamos de
ir. Entiendo que puede sentirse mal, con todo ese temita de la hernia. Pero uno
está mal porque quiere. A mí que no me digan. Ni a comprar el pan sale. Pide
todo por internet.”
Veo la maqueta de sombrillas. No la
lleva a upa. La tiene apoyada sobre el piso del colectivo, en diagonal. Si
tuviera habitantes, se caerían uno sobre el otro, en caída libre, como una
catarata de personas. Pero no, esta maqueta tampoco tiene habitantes.
Las de al lado siguen hablando de la que
no está. Opinan de su vida. Dan veredictos. Se ríen. La nombran. Me entero que
se llama Marcela. Enseguida se paran, tocan el timbre y se bajan. Me quedo
pensando en Marcela. Le vendría bien hacer natación. Despejarse un poco. Ir a
descansar a un hotel. A un hotel con pileta. A la playa. Con sombrillas de
verdad. No de paspartú. Conocer a algún chico. Un chico que esté triste. Porque
lo acaba de dejar su novia. Que esté con mal de amores. Uno con anteojos
nuevos. Pero que no llore tanto.
Una mujer negra baila mientras se agarra del
caño. Mueve las trenzas, las revolea. Escucha música en su teléfono, sin
auriculares. Mueve un poco la cadera. El tema es de un puertorriqueño y dice
que “Vamos pa' la playa, pa' curarte el alma. Cierra la pantalla, abre la medalla.
Todo el mar Caribe viendo tu cintura. Tú le coqueteas, tú eres buscabullas y me
gusta”. Es lento al principio, pero después va tomando ritmo. Todos movemos
involuntariamente la cabeza. El de rulos. La de flequillo. Todos. El colectivo
no avanza.
La chica de pestañas se acerca a la ventanilla
abierta y saca la cabeza. Nos avisa que está cortada Rivadavia. “Hoy es San
Cayetano”, dice. Hay una fila de autos adelante. A lo lejos vemos Rivadavia, y
una multitud que avanza. La C.T.A., la C.G.T., el P.O., el P.T.S. y un montón
de siglas más marchan con banderas de todos los tamaños. Piden pan y trabajo.
Hay un señor en silla de ruedas que lleva la bandera de un santo. La señora del
cuello cabelludo está indignada. Se le arruga la frente. “Qué ganas de joder.
Todo bien con el derecho a manifestarse, pero meter a un santo… Me parece una
falta de respeto”. Sus pocos pelos se mueven, ahora que la ventanilla está
abierta, pero su cabeza no brilla como antes.
Como siguiendo una coreografía perfecta, todos
nos vamos acercando a las ventanillas. Las abrimos. Al ritmo de la canción de
la mujer de trenzas: “Lento y contento. Cara al viento. Lento y contento. Cara al viento”.
Todos a la vez, sacamos las cabezas.
Vemos la multitud que avanza.
En eso, una pestaña sale volando.
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