Sueño

Esa noche hizo algunas cosas raras antes de dormir. Se acostó en la cama y comió mandarinas abajo de las sábanas. También unos triángulos de sandía. Se tragó las semillas. Imaginó una sandía creciendo adentro de su panza.
Movió en circulo los empeines. Los codos. Los meñiques. Inhaló más de lo que podía exhalar. Respiró en círculos.

De a poco fue cerrando los ojos. 

Abrió una puerta y, adentro del sueño, se encontró con su abuela. La miró de cerca. Tenía la piel arrugada. Los ojos húmedos. Todavía sonreía. Le dijo que extrañaba jugar con sus pelucas. Con sus collares de perlas; rojas, azules y doradas. Con sus pulseras y prendedores. Sobre todo ese, el de las piedritas que caían como lluvia. El que se ponía con el saco de hombreras cuadradas.
Extrañaba el olor de sus vestidos adentro del armario. Esa mezcla entre naftalina y maquillaje rancio. La sopa de cabellos de ángel; le ponía batata y eso la hacía todavía más dulce. El bolso de charol, rojo, otras veces azul, del que sacaba Titas, Rhodesias y confites Sugus. El empapelado de flores, vestido elegante de las paredes; los platitos de porcelana, prendedores gigantes. Los sillones Luis XVI embutidos en esas fundas de plástico. La mesa ratona con ribetes dorados. Y arriba de la mesa, más platos con golosinas.
Y sobre todo, extrañaba su brazo, inmenso, blanco, espumoso. Su brazo-almohada. Se escondió abajo y se quedó ahí un buen rato. Dio vueltas. Abrió los ojos. Y se volvió a dormir.

Soñó que era una nena y estaba en un lugar oscuro, donde no quería estar. Lloraba. Había unos tubos de vidrio llenos de alfajores de colores. Como los macarrons franceses. Tenía que elegir uno, de algún color. Pero no lograba decidirse ¡Había tantos! Eligió tres azules y se los metió en la boca. A medida que se deshacían, las migas se le iban pegando en el paladar. Quería llorar, gritar, pero no podía. Tenía la boca llena de alfajor. Y además estaba soñando. Enfrente, una pared roja, que alguien había pintado de blanco. Había polvo de ladrillo flotando en el aire. Caños en el techo de un túnel. Miró hacia arriba y ahí estaban: caños que iban y venían. Parecían las venas de algún órgano gigante. Ella estaba nadando por el túnel. Estilo mariposa. La boca seguía llena de migas azules. El sol formaba dibujos movedizos en la superficie del agua. ¿Era agua? No parecía transparente. Las brazadas le costaban, era bastante espesa.
Ahora estaba en otro lado, descascaraba la pared blanca con una espátula y los pedazos se caían en el piso. Abajo del blanco estaba el rojo, que volvía a aparecer. Ella prefería el blanco. Unos nenes nadaban en la pileta. ¿Seguía en el túnel? No, no. Ahora era una pileta grande, olímpica. El profesor levantaba un andarivel y pasaban todos por abajo. Un nene le hablaba a través de un vidrio empañado. Le hacía señas. Muecas. Ella no le entendía. El nene se ponía las antiparras, también empañadas, y se zambullía en la pileta. La salpicaba. Ella miraba el vidrio vacío mientras comía panqueques de manera desesperada. El dulce de leche estaba caliente y chorreaba. Se miró. Tenía el cuerpo cubierto de dulce de leche. Ahora toda ella era un panqueque. El nene volvía a aparecer del otro lado. Esta vez con un lagarto amarillo. En el medio de la pileta había un triángulo rojo. El profesor repartía cilindros entre los nenes. Los nenes se enroscaban entre los cilindros. Nadaban. Hacían figuras. Una señora apareció en el medio de la pileta. Emergió de repente. Era su abuela, en malla, con el saco de hombreras cuadradas. Llevaba el prendedor de lluvia. El triángulo rojo estaba sobre su cabeza, como si fuera un sombrero. Volvía a sumergirse. No había más nenes. Quedaba solo el triángulo rojo, flotando en la superficie.

Por fin se despertó. Estaba empapada. Pegoteada de sudor y dulce de leche. Apestaba a mandarina. Caminó tambaleando hasta el baño. Entró en la ducha y se dejó evaporar.

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