Santuario

El P.H. fue desde el primer momento, un lugar sagrado para mí. Digno de adoración. Cuando me mudé, yo no era una persona creyente ni supersticiosa. Pero, poco a poco, me convertí.

Los santos fueron apareciendo, uno a uno. Y el PH se transformó en mi santuario.

Mis santos. Mis santitos. Nunca supe bien cómo aparecieron. Lo cierto es que, al poco tiempo, yo ya había empezado a rendirles culto. Sumergida en una especie de fiebre religiosa, fui poblando los espacios de altares, imágenes y oraciones. Una fe embriagadora, de la cual yo era la única profeta y la única devota. Pero, sin dudas, la más fiel.

En la entrada, una estructura de madera coronaba la puerta. Un señor de grandes bigotes y con la
boca semiabierta, era San Portinho, el patrono de las citas frustradas y las visitas no deseadas. Bendecía y daba fortuna a todo aquel que llegaba, especialmente a los que traían facturas de crema pastelera.

Por ese mismo pasillo de baldosas de abuela, colgado en la pared, había un altarcito. Era un cajón de madera, con separaciones, y adentro, algunos objetos. Una muñeca de porcelana. Una vela redonda. Una suculenta que brotaba desde una botella. Un reloj despertador pintado de dorado. No sabía bien qué significaba cada cosa, pero por algún motivo, cada vez que pasaba cerca, me persignaba.


 Al lado del cajón, había una estructura de hierro con ribetes desde donde colgaban macetas. Y, por el piso, más macetas. Ahí, cerquita, una puerta, que llevaba hasta la cocina. La pared y el techo estaban pintadas de verde pimiento y desde arriba colgaba la imagen sacra de San Culinario. Mis amigos lo llamaban “el hombre cucaracha”. La imagen divina estaba representada por un hombre de muchas patas, con largos bigotes pintado sobre una puertita de madera.

San Culinario era el santo patrón de los platos bien condimentados. Y aportaba la gracia celestial de alejar a las posibles cucarachas de mi cocina.

En la heladera Siam, debajo de un imán se podía leer la siguiente plegaria:

“¡San Culinario! Ruega porque mis platos sean sabrosos. Porque mi heladera no sienta más ese vacío interior que tanto la entristece… Haz uso, te imploro, del privilegio especial que a ti te han concedido, de socorrer pronto y visiblemente cuando casi se ha perdido toda esperanza en una buena cena.
Bendice cada plato, convierte las sobras en delicias gourmet y ven en mi ayuda ante la recurrente necesidad de comer algo sustancioso. Haz que pueda recibir visitas sin avergonzarme y por qué no, trae a mi mesa un buen vino, que acompañe la velada.
Prometo, glorioso San Culinario, no pedir más delivery y por sobre todo nunca olvidarme de este gran favor, honrarte siempre como a mi especial y poderoso patrono, y, con agradecimiento hacer todo lo que pueda para fomentar tu devoción. Amén.”
Tengo que decir que al principio desconfiaba un poco de sus virtudes. Pero, luego de orar noche tras noche la misma oración, y después de varios milagros comprobados, no sólo me hice fiel devota sino que empecé a estudiar la posibilidad de canonizarlo oficialmente. Ya había confirmado repetidas veces sus virtudes heroicas. Jamás olvidaré la vez que convirtió un paquete de arroz a punto de vencer, en un risotto de chamignones digno de un experto gourmet. Según lo que había investigado, no me faltaba más que conseguir el visto bueno del obispo de la diócesis para su beatificación y posterior canonización.
Yo debía convertirme en una especie de "promotora de la fe". Tenía que codearme con teólogos, cardenales y hasta con el mismísimo Papa . Pasé varias noches de insomnio leyendo en internet sobre el tema, en diferentes sitios especializados; pero tengo que admitir que enseguida me frustré y tuve que renunciar a la idea. Me dio mucha fiaca la burocracia eclesiástica, pero por sobre todo, el presupuesto no me alcanzaba. Las vacaciones de ese año las había pasado en Chascomús, en carpa, y comiendo comida enlatada. No me daban las cuentas como para hacerme una escapadita al Vaticano. Claro que todo esto no hizo que perdiera la fe en mis santos. Más bien, lo contrario.

Justo al final, estaba la puerta del baño. Una puerta celeste, especialmente bajita, diseñada para gente petisa. En la parte de afuera, estaba la cara blanca y ovalada de una mujer. Ojos grandes. Mirada punzante. Boca moño. Santa Cloaquina. Protectora de los inodoros y de los bidets. También de los problemas digestivos. Bendecía el buen ir de cuerpo. Cuidaba el baño de los malos olores y de posibles diarreas.  
Al lado del rollo del papel higiénico estaba, escrito en los azulejos con delineador negro, la oración a Santa Cloaquina :

“Bajo el peso de la diarrea he orado, a ti, querida Santa Cloaquina, yo recurro confiada en ser escuchada. Libera, te ruego, lo que me sobra y dejame transitar en el mundo de los mortales, fuera de este antro sanitario, que me oprime. Devuelve la calma a mi espíritu y a mi vientre. Tú, que fuiste elegida por Dios como abogada de los fastidios intestinales más desesperados, obtén la gracia que te pido.
Sé que he comido en exceso frituras, carbohidratos, y demás imprudencias, sé que mis glotonerías son un obstáculo para el cumplimiento de mi bien ir de cuerpo, obténme de Dios la gracia de un baño limpio y armonioso, y mi dulce transitar fuera de él.
No permitas que durante más tiempo yo esté aquí sin necesidad.
¡Oh! Tú! ¡Bendita tú eres! Trae siempre papel y desodorante de ambiente a este lugar. Para que nunca falte con qué limpiarse. Amén.”
Al principio me sentía un tanto escéptica y oraba con desgano. Pero nunca me voy a olvidar de la mañana en la que me levanté y fui al baño. Mi gata había destrozado todo el rollo de papel higiénico. Yo había hecho lo segundo. Tenía que limpiarme, pero no tenía con qué. El piso era una alfombra de pedacitos de papel higiénico. Agarré los pedacitos y los empecé a hacer pelotita. Entonces, cerré mis ojos y en un acto de fe oré y oré a Santa Cloaquina. Con las manos pasaba las pelotitas de papel higiénico como si se tratara de las cuentas de un rosario. Cuando los abrí, un rollo de Élite Deluxe sin estrenar apareció en mis manos. ¡Creer o reventar! 

El santuario de a poco siguió creciendo. Adentro de mi dormitorio, sobre el piso de pinotea desvencijado, había un cajón de madera con las iniciales CCHO. Originalmente era un cajón para guardar botellas, de la Cooperativa de Consumo Hogar Obrero. CCHO. Yo lo llamaba Cacho. Desde adentro de uno de los huecos brotaba una rama, haciendo las veces de árbol navideño tercermundista. Una gran rama con bastantes ramificaciones. De ahí colgaban diferentes tipos de cosas. Llaves. Adornos. Talismanes. Recuerdos. Un saquito de té usado. Algún arito o collar en desuso. Si bien no se trataba de un santo en sí mismo, así como el árbol navideño hace referencia a San Nicolás, este árbol hacía referencia a un San Cacho, un santo viejo y flaco, olvidado por los niños. ¿Al árbol? No, no le rezaba. Pero cada 25 de mes, en alguno de los huecos aparecía un regalo para mí, o para la niña que fui alguna vez.
Sobre mi mesita de luz, estaba apoyado el cráneo de una vaca. Desde el hueso occipital se arqueaban hacia arriba unas pestañas de alambre (un viejo masajeador capilar). San Craneosio. Santo patrón de mi habitación.
Protégeme de la muerte que visita a la mañana, de planchar camisas, de perder medias sueltas, de los amores equivocados y del rimmel en exceso. Amén.”

Una oración breve, pero convincente. Qué mejor que rezarle a un cráneo sobre la propia muerte. Y qué mejor aún que rezarle sobre el rimmel, a un santo con pestañas.

Éste no había aparecido como los otros, sin presentarse. Me lo había traído Luis. Lo había encontrado en un volquete y me lo había regalado, un 25 de mes. Lo había dejado abajo del árbol. Eran dos en total. Él se había quedado con el otro y lo había pegado con cemento de contacto a la base de su teléfono. El teléfono estaba ahí, en su casa, sonando y sonando, sobre ese cráneo de vaca. Una imagen terrorífica. Después caí en la cuenta de que quizás era por eso que había dejado de llamarme. Y de atender mis llamadas. No era que ya no me quería. Le daba miedo. La muerte. El teléfono. El cráneo. Y quizás, un poco, yo también.
De todas formas, Luis ya no me importaba. Mi cráneo se había convertido en santo. Le rezaba antes de irme a dormir. Cobraba vida por las noches, y me robaba las sábanas. Me roncaba en la oreja y me hacía cosquillas en la planta del pie.
Rodeada por todos mis santos, no me sentía tan sola.

Un día tuve que dejar el P.H. Fue algo triste. Como dije antes, era un lugar sagrado para mí. Me hubiera quedado. Pero el edificio sufría peligro de derrumbe. Es más, se había derrumbado una gran parte, la misma noche en que Lautaro me ofreció que nos fuéramos a vivir juntos.

Así que me fui. Dejando ahí mi santuario.

Todavía guardo estas estampitas, a las que le rezo todos los días.



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