1988
Roque tenía losa radiante. Litros y litros de agua caliente
fluían por las venas de su departamento. Podíamos caminar descalzas sobre la
alfombra blanca y sentir la caricia del agua bajo las plantas de los pies.
Nos sentábamos en el sillón de terciopelo, sin zapatos, para no
manchar el tapizado. Dábamos vueltas carnero, rodábamos por el piso y los pelos
se nos electrizaban, por efecto de la estática. Después de varias horas entre
el sillón y la alfombra, empezábamos a sentir calor. Nuestra piel iba virando
hacia los rojos. Nuestros labios, también.
El departamento estaba en Recoleta. Las paredes eran blancas,
con un empapelado de ribetes dorados. La iluminación era con gargantas,
escondidas en los rincones del techo. Siempre me pregunté cómo habían hecho
para tragarse toda esa luz.
Desde que llegábamos hasta que nos íbamos, escuchábamos de
fondo las notas de alguna sinfonía. Música clásica. Barroca. Vivaldi, Mozart,
Bach. Marcaban el ritmo de nuestras respiraciones. Las charlas giraban en torno
a la nueva ópera que habían estrenado en el Teatro Colón, a las exposiciones de
arte que había visitado Roque y a sus
últimos viajes por Europa. Había un momento en el que las gargantas se apagaban
y las paredes se llenaban de luz. Y ahí desfilaban, una por una, las fotos de
Venecia. Giraban en una calesita sobre la mesa, y más grandes, proyectadas en
la pared: Canales. Puentes. Museos. Máscaras. Un barco. Il Duomo. La Plaza San
Marcos. Un teatro. Por momentos, Roque parecía olvidarse de que nosotras estábamos
ahí. Hablaba solo, mirando las fotos en la pared. Cuando se acordaba, nos pedía
que bajáramos los pies de la mesa. Que no tocáramos los adornos
de cerámica azul de Delft: unos adornos elegantes, repletos de molinos,
tulipanes, mujeres con sombreros, carruajes, patos, lagunas. Me gustaba mirar
con atención al departamento. Cada detalle. Todo era azul de Delft. La vajilla.
Los platos que colgaban de las paredes. Los jarrones. Los platitos en la mesa.
Las tazas. Y hasta el mismísimo Roque había empezado a tomar ese color. También
a él lo miraba con atención. Miraba esa piel traslúcida y, detrás de la piel,
las venas azules, con sus ramificaciones; los ojos azules, el pelo blanco.
Parecía camuflarse en el ambiente. Como si fuera de vidrio. Miraba con fuerza.
A través de él. Y ahí estaba la pared. Con las fotos proyectadas,
que seguían pasando. Miraba con atención. Otra vez. Roque no estaba en
ninguna foto.
De repente, él también se distraía y dejaba de relatar cada
foto en voz alta. Nos ofrecía un amaretti. A nosotras no nos gustaban los
amarettis. Le decíamos a mamá que estábamos aburridas. Muy
aburridas. Que teníamos calor. Que nos picaban las medibachas. Que nos
queríamos ir a casa. Entonces mamá le pedía permiso para que fuéramos a su
estudio. Ahí había pocas cosas que teníamos permitido tocar. El planisferio
inflado, arriba del armario. Lo sacábamos de la estructura que lo sostenía, con
cuidado, y jugábamos a que era una pelota. No teníamos que tirarlo muy alto,
porque podía romperse algo de valor. También estaban las mamushkas, adentro de
la vitrina. Quizás, de alguno de sus viajes. Sacábamos una. Después la otra. Y
la otra. Y la otra. Y la otra. Y después las volvíamos a meter, una adentro de
otra, y de otra, y de otra, y de otra. Si no había nadie cerca,
abríamos algún cajón. El de arriba. Probábamos una de esas lapiceras doradas.
Tenía un pisapapeles con forma de zapato, también dorado. Sellos. Banderas.
Lacre. Sobres. Estampillas. Llaves.
A veces, si ya era tarde, nos dejaba usar el teléfono para
llamar a la señora de la hora. Nos turnábamos para marcar el 113. Entonces
escuchábamos: “Diecisiete horas. Cincuenta minutos. Diez segundos. Diecisiete
horas. Cincuenta minutos. Veinte segundos.” Llegábamos a escuchar hasta media
hora seguida de grabación. Le decíamos cosas, pero nunca nos contestaba. Al
rato, volvíamos a llamar.
En la cocina había una esponja rarísima, con una manija de
plástico por donde entraba el detergente. Nos gustaba poner el detergente y ver
salir la espuma por la esponja, como si fuera magia. Después de la merienda le
pedíamos que nos dejara lavar los platos para poder usarla. Pero sólo nos
dejaba poner el detergente, no lavar. Todos los platos eran de
cerámica azul de Delft y podíamos romperlos.
Lo visitábamos sábado por medio a la hora del té. Nunca un 8
de octubre. Ese era el día de su cumpleaños. Prefería no ver a nadie ese día.
Tampoco quería que lo saludáramos. Ni que le hiciéramos regalos. Mamá nos contó
que en su cumpleaños número 6, su hermana Lucía le había preparado una torta.
Después de soplar las velitas, y de abrir los regalos, la habían encontrado
muerta en su habitación. Los 8 de octubre eran días tristes para Roque.
Pasaron los años y, por algún motivo que nunca entendí,
dejamos de verlo. Supe que se había casado, ya de grande. No nos invitó al
festejo. Fue algo raro. Nosotros creíamos que no le gustaban las mujeres. Mamá
me contó que un día lo había llamado, y que él había sido muy antipático. Me
dijo que seguramente su nueva esposa quería quedarse con la herencia. Yo era una
nena en ese momento y no me pude despedir.
2008
Pinto mientras suena la radio. Tiene la antena rota y no
sintoniza bien casi ninguna emisora. Doy vueltas una y otra vez a la ruedita y
finalmente la dejo quieta en la 91.1 Mhz. Al menos no tiene ese ruido de fondo.
Escucho una música nueva. Instrumental. Con gente cantando en un idioma
desconocido. Es hipnotizante. Entro en una especie de trance y, mientras la
escucho, no puedo dejar de pintar. Lleno el pincel de azul de Prusia y cubro el
cielo de la ilustración. Cierro los ojos. Las voces suben y bajan. Se apagan y
se encienden. No sé bien por qué empiezo a llorar. Lloro. Un
rato largo, lo que dura la música. Me miro en el vidrio de la ventana. Tengo la
cara roja. Los pelos electrizados. De pronto, el silencio. Escucho mi
respiración, el llanto que termina y la voz de un locutor. “Lo que hemos
escuchado es La Misa de Réquiem en re
menor, de Wolfgang Amadeus Mozart. De esta manera, nos
despedimos de Roque Di Tullio, fiel oyente
del programa, que hoy ha dejado este mundo”.
“Lux aeternam luceat eis, Domine,
cum sanctis tuis in aeternum, quia pius es.
Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis,
cum sanctis tuis in aeternum, quia pius es.”
cum sanctis tuis in aeternum, quia pius es.
Requiem aeternam dona eis, Domine,
et lux perpetua luceat eis,
cum sanctis tuis in aeternum, quia pius es.”
**
“La luz eterna brille para ellos, Señor,
con tus santos para la eternidad, porque eres misericordioso.
Descanso eterno dales, Señor,
y que la luz perpetua los ilumine,
con tus santos para la eternidad, porque eres misericordioso.”
con tus santos para la eternidad, porque eres misericordioso.
Descanso eterno dales, Señor,
y que la luz perpetua los ilumine,
con tus santos para la eternidad, porque eres misericordioso.”
Fragmento de La Misa de Réquiem en re menor, de Wolfgang Amadeus Mozart.
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