Tangente


“Aquel muchacho, tan humano, gran defensor del humanismo. Quién lo hubiese creído.” Eugène Ionesco
  **

“Sí, sí, es muy bueno. Eso dicen”.

¿De verdad?

Me dio la impresión de que no había ningún lugar donde pudiéramos estar los dos solos. Ningún lugar donde podíamos coincidir. Éramos dos líneas paralelas. Y de repente, ¡voilà!: una tangente.

Hasta ese momento lo había visto como un hombre seguro de sí mismo. Más allá de todo. Como si en ese cuerpo fornido no hubiera lugar para los defectos. Todo compacto. Hermético. Una de esas bolsas ziploc, cerradas al vacío, donde se guardan las galletitas para que no se humedezcan.

A mi me gustan las galletitas húmedas. Que se vayan deshaciendo en la boca mientras las saboreo.

Ahora, teniéndolo enfrente mío me daba cuenta de que no. No merecía ser tomado en serio. Cuando hablaba, una parte de él, la derecha, me estaba contando un chiste. O recitando una poesía. Y tanto los chistes como las poesías son formas diferentes de mentir.

Y lo que es peor: estaba lleno de mierda por dentro. Enseguida lo noté. Claro, la tenía escondida. La disimulaba bien. Debajo de esa camisa cuadrillé. Bastaba con que tomara confianza. Con que yo me arrimara para verlo de cerca. Estaba nervioso. Se le notaba en los poros. Y cada vez que transpiraba, podía ver cómo transpiraba mierda, desde cada uno de sus poros. Salía como gusanitos.

Ya lo dijo mi madre, “Nunca se sabe”.

Ni “hola” me dijo cuando entró. Hablaba sin parar, de sus cosas. Una verborragia nunca vista. Ni “gracias”. O “muy rico”. Nada. Me pareció ver una lengua bífida asomar entre sus labios, pero no estaba segura.

Después de la cena, se quedó. Le dije que no me parecía sensato eso de estar haciéndose el perfecto constantemente. Que no me lo creía. Que a mí no me viniera a vender su campaña política. Que la gente como él me daba bronca. Asco. Ningún sentimiento bueno, en definitiva. Que por qué no se iba yendo. Que para qué se quedaba. Que nadie le creía esa mirada transparente, la transparencia en el nylon de una bolsa ziploc. Que adentro de la bolsa había mierda. Que conmigo podía dejar de mentir. Que podía dejar de disimular, que no necesitaba esa hipocresía. No ahora. Bastante tenía con la mía propia; con mi sonrisa en el espejo, cada mañana, por prescripción médica.


Todo eso le dije en la cara a Ludovico.

“Te deformó el odio”, me dijo. “Tu complejo de inferioridad”. Y no me acuerdo qué otra cosa más.

Pero seguí con lo mío. Seguí diciéndole lo mismo, usando otras palabras. Eufemismos. Analogías. Sinónimos. Al rato me dio miedo estar aburriéndolo, así que me puse a cantar. Lo mismo que venía diciéndole antes, pero ahora en Do mayor.

Pelé cebollas para hacerlo llorar. Le serví un vino para ablandarlo un poco. Para humedecer la galletita. Para ver si así podía ser un poco menos eso que era.

Entonces, una gota de mierda le brotó del lagrimal.

“Tenés razón”, me dijo.  “Hasta cierto punto”. Y trató de besarme.

Quise devolverle el beso, pero todo salió mal. El vino se me cayó en su camisa. La cuadrillé. Entonces sí brotó la mierda. Toda junta. Sin gusanos. Sin lagrimales. Empezó a vomitar mierda para todos lados. Un ventilador de mierda. Manchó las paredes y parte de la alfombra. Yo me quedé quieta. No canté más. Me senté en el sillón, con mi copa de vino, escondiendo el cuchillo de cortar cebollas debajo de un almohadón, por las dudas. 

Terminó viniendo un patrullero de policías. Por los ruidos. Un vecino los llamó.

Comentarios