Hay

Una ciudad calada en papel. Son varias hileras. Faroles. Edificios. Árboles. Sacré-Cœur. La torre Eiffel. Notre Dame. En el fondo, la luna y las estrellas, también caladas. Más adelante, en un banco de plaza, una pareja a punto de besarse, un perro y, en letra cursiva, “Paris”.  Si la pliego, las hileras se juntan y la ciudad se aplasta.

En la pared, postales, fotos, algunas ilustraciones. Un señor anda en bicicleta, con bigotes rojos y flores en las ruedas. Una señora está sentada frente al río. Un pez grande y azul nada entre otros peces, pequeños y verdes. Una japonesa fuma una pipa de vidrio. Una mujer pintada en acuarelas, baila entre salpicaduras de colores. Soy yo, bastante más joven.

Sobre el mueble, cajas de diferentes tipos. La de color turquesa tiene unas caras pintadas. Narices con forma de canilla desde donde caen gotas. La palabra “juego” escrita con pincel. Y en las cajas, cuadernos. Muchos cuadernos. Dibujos y palabras. Hojas negras y blancas. Me piden a gritos que los abra.

Tres cajones sueltos, apilados, unidos entre sí por una madera. El mecanismo hace que los cajones se junten y se separen. Se plieguen y se desplieguen. Si los separo, puedo sacar papeles, cartas, cuadernos, lápices de colores, libros y tarjetas. Pero no, no lo hago.

Una taza celeste con café frío. Alrededor, migas de una galletita que comí recién.

Una lámpara fea ilumina la mesa. La luz cálida me mira y me pregunta por qué no la tiro. No sé. Le tengo cariño, supongo. Hace tanto que me acompaña. Tres o cuatro mudanzas. También se pliega y se despliega. Hasta hace abdominales.

Un cajón largo y angosto, con tres divisiones, apoyado en la pared. Cosas pequeñas hacen una fila. Un señalador. Un frasco de tinta. Un sello. Tarjetas. Una foto carnet. Y cuatro piezas rectangulares de yeso. Blancas. En cada pieza se puede ver el dibujo de un diente, en bajorrelieve. El interior del diente. La encía. La raíz. Las cuatro son bastante parecidas, pero cada una muestra un momento distinto del crecimiento del diente. Eran de mi abuela Hebe, de sus épocas como odontóloga.

Un marco dorado en la otra punta. Era de mi abuelo Meyer. Le gustaba llenar el consultorio con sus títulos en marcos dorados. Hoy, adentro del marco, un dibujo mío.

Una cartuchera azul con lápices de colores. Plumas. Lapiceras. Tijeras. Pegamentos.

Una pila alta de papeles para revisar. Anotaciones. Libros. Tarjetas. Lápices. Cajas. Cuadernos. Más cuadernos.

Y yo, entre todas mis cosas.



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