Un buen día, Ana sacó el sillón a la vereda. No porque fuera a comprar otro. No. Es que le daba vergüenza. Hacía meses que evadía a sus amigos para que no la visitaran, para que no lo vieran.
Lo que quedaba del tapizado de cuero
estaba tan destrozado que le raspaba la espalda. La goma espuma al desnudo no
hacía más que provocarle cosquillas. Dos sensaciones que no iban de la mano.
Había querido darle una segunda oportunidad, antes de descartarlo,
superponiendo tiras y más tiras de cinta de embalar. El contacto de la cinta
con la piel era frío. Estéril. Pero a la vez era tan repulsivo ese mandarina
insolente asomando por las hendiduras. Ana no decidía cuál de las dos cosas era
peor. Despegaba y pegaba las tiras, noche tras noche. Se quedaba horas
acariciando el relleno. Era tener entre sus dedos un pan recién
horneado, desmenuzar las migas. Sentir el calor. Algo que la tranquilizaba
mientras escuchaba caer las gotas de lluvia en las baldosas del patio. Una de las pocas cosas acariciables que
quedaban en su casa, ahora que el gato ya no estaba. Tanto desmenuzar, había
quedado casi esqueleto y piel. La parte del asiento estaba completamente
hundida. Tan triste a la vista. Y tan incómodo, la mayoría de las veces. Parecía
estar viendo su propio esqueleto, su propia miseria. Por eso había decidido
tirarlo.
No se había tomado la molestia de
llamar al Ejército de Salvación o algún otro lugar para que se lo llevaran. Le
parecía algo brusco, demasiado terminal. Hasta trágico. Lo había sacado a la
vereda. Había apilado unas frazadas al lado de la estufa, como algo provisorio.
Cómo podía ser tan despojada. Como si aquel viejo sillón no hubiera abrazado
durante años su mullido trasero. Noches y más noches de insomnio se había dejado
llenar de cáscaras de maní sin una sola queja.
Ahora tampoco había reproches. Y es
que quedaba tan lindo al lado del cantero. Hasta parecía un living improvisado.
Algo espontáneo, sin mayores pretensiones.
Pasaron las semanas y las hojas
de otoño empezaron a caer y a cubrir sus desnudeces. Las impúdicas carnes
del sillón quedaron bajo un manto de hojas secas.
Una de esas tardes, alguien se sentó
a leer. Otro día, una pareja se dio un beso entre los brazos del sillón. Por la
noche, algunos chicos de la cuadra se acercaron a tomar una cerveza. Justo al
lado del cantero, fue a parar un carretel de cables, pero sin cables, que hizo
las veces de mesa.
Por esos días Ana cumplió años. Abrió
la ventana, corrió la cortina y se asomó. Entonces pudo verlo: el living de
afuera era más lindo y acogedor que el de adentro. Las hojas formaban una
alfombra amarilla y todo era naranja. Salió a la vereda y se sentó. Relajó los
músculos y se dejó envolver. Sintió las raspaduras, las caricias. Desmenuzó el
pan de gomaespuma con la punta de los dedos. Cerró los ojos y se quedó un rato
en el sillón.
Entró a su casa. Hizo jugo de
mandarina. Horneó pan casero e invitó a sus amigos a merendar. Afuera.
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