“Sí. Está disponible. Contame
si complís con los requisitos”.
“Mirá. El único tema es que tengo una perrita. Yo sé que en el anuncio
decía sin mascotas. ¡Ay! ¡Pero si la vieras! ¡Es una santa!”.
“No, señora. Disculpe. No aceptamos mascotas. Es sin mascotas”.
Dejo el teléfono en la mesita de luz y vuelvo a cerrar
los ojos. Otra vez los ladridos del perro del vecino. Para qué lo intento. No
sé dormir la siesta. Sigo todos los rituales. Me embuto adentro del pijama. Me
pongo los tapones para los oídos. El antifaz. Tomo leche caliente. Pero no hago
más que dar vueltas y más vueltas en la cama. Las ideas empiezan a caer en mi
cabeza como un tetris. Un tetris donde ninguna
pieza encaja. Ideas inconclusas. Tareas pendientes. Caen, rebotan en el
antifaz, se deslizan por las sábanas. Nada parecido a un sueño que me invite a
pasar. Que me abra la puerta. Y otra vez los ladridos. Esas personas se van a
trabajar y dejan a sus perros solos, el día entero. Ladrando. Y después
pregonan el amor hacia los perros. Suben fotos en las redes sociales. Videos.
Caniches bailando. Caniches abrigados con chalecos animal print.
Caniches en primer plano. Por qué no suben videos de los ladridos agudos. De
los perros llorando. Chillando. Arañando el parquet. Por qué.
Anoche no pude dormir. Ana tuvo pesadillas. Le picaba el cuerpo.
Hace varias noches que le pasa lo mismo. Se rasca y llora. ¿Tendrá algo el
colchón? ¿Serán pulgas? Aunque es bastante difícil, porque en casa no hay
animales. En una de esas, debería cambiar el colchón. Aunque quizás no sea eso.
Quizás sean ácaros. Más tarde voy a pasar lysoform y ventilar.
Todos esos colchones que veo por la calle, día tras días. Esos colchones en las
veredas. Arrumbados contra una esquina. Al lado de un volquete. Esa gente
durmiendo en la calle. Van con el colchón enrollado de acá para allá. Sobre la
espalda. Como caracoles. Qué mal que está todo. Y yo queriendo traer al mundo
un nuevo colchón, como si no hubiera suficientes colchones.
Luces calientes atraviesan mi mente. Luces calientes atraviesan mi
mente. Te veo a vos. Te veo a vos. El ojo blindado que me has regalado me mira
mal. Me mira mal. Mentira mentira mentira mentira. La canción no para de retumbar
en mi cabeza. La escuché esta mañana y ahora vuelve a sonar en mi cabeza. Justo
que necesito silencio. Imagino mi cabeza como una gran radio, y apago el
interruptor. Luca se calla. Cierro los ojos.
Escucho los gritos de la vecina. El llanto agudo. Es imposible dormir
así. Llora y se queja. Discute con el marido. El marido es el que se tiñe la
barba de ese color tan feo. Un borravino. Ella llora y le reprocha cosas. Ladra
un poco, también, a su manera. Por suerte puedo escuchar con claridad lo que
dice. Porque si no me deja dormir, al menos que me deje escuchar con claridad.
Pero no llego a oír la respuesta. Él no contesta o lo hace muy bajito.
Demasiado bajito. No me queda más remedio que completar lo que dice.
Lleno los silencios. Las barbaridades que le podría estar contestando.
Enseguida me retracto. No creo que con esa barba sea capaz de semejantes
palabras. Me siento mejor. Menos tensa. No me duermo, pero al menos estoy
haciendo algo productivo. ¡Bien por mí! Defender al vecino es, indudablemente,
algo productivo. Inventar sus argumentos. La vecina llora. Dice, mientras sorbe
los mocos, que ella no quería hacer eso. Repite que no, no lo quería hacer. Que
por qué él no lo entiende. No es tan difícil de entender. Que por qué él no lo
pudo entender y la puso en esa situación. Que se sintió presionada. ¿Qué
situación? ¿Qué la obligó a hacer? Las opciones desfilan por mi cabeza. Descuartizar
a su suegra. Aderezar la ensalada con aceto balsámico. Ambas me parecen
terribles. Ambas involucran líquidos oscuros y espesos. ¿Acaso tuvo que mentir?
¿O estafar a alguien? O quizás algo igualmente tremendo como compartir la cena
con ese familiar que nos cae tan mal a los del sexto piso. El vaivén
psicológico se me hace insoportable. Me late un ojo. Me pongo la bata y me voy
a dormir a la cama de Ana. No me importa si el colchón me hace picar. Si tiene
pulgas o escorpiones. Es un colchón silencioso y no hace nada que no quiere
hacer. Nadie lo obliga a hacer nada. No es como mi vecina. Es un colchón con
decisión propia. El silencio me acuna. Me abrazo al osito de Ana. Empiezo a
entrecerrar los ojos. Acá todo es silencio. No hay ladrido de perro ni se
escucha el llanto de la vecina.
Dormito.
En eso escucho el teléfono. Suena y vibra sobre mi mesa de luz. ¡Por qué
no lo apagué! Camino hasta mi habitación y atiendo.
“Buenas tardes. Nosotras ya hablamos antes. Yo soy la de la mascota.
Escúcheme un poco. No me interrumpa. Le quiero contar sobre mi perrita. Usted
no la conoce. Nunca la vio. Le estoy enviando un videíto por whatsapp ahora
mismo. Mirelá bien y después me cuenta. No sea desalmada, ¿quiere?”.
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