Madrugar


Me desperté temprano. Demasiado temprano. Estoy esperando a que abran la cortina de enrollar. Todavía no hace frío. Recién empieza el otoño. Por la puerta del costado, entra una señora y toca un botón. No. No el botón que abre la cortina. Lo que más me molesta es estar en ayunas. Sin haberme duchado. Y el ruido de los colectivos. Y el olor a frito. No contaba con este olor a frito. A torta frita.
Entra otra señora, de pelo naranja, y me doy cuenta de que en realidad no es un botón. Ahí debe ser donde fichan la asistencia. Seguro que es una enfermera.
Hoy me acordaba, mientras venía para acá, de esas mañanas. Cuando me tenía que despertar, como hoy, a las 6:30, para poder llegar a horario a ese trabajo que tanto odiaba. La alarma estaba programada a esa hora; como para hacer las cosas tranquila. Desayunar. Bañarme. Escuchar la radio. Cepillarme los dientes. Pero día tras día me despertaba a las 7:15. Era un sabotaje a mí misma. Y una victoria, a la vez. Ganaba unos apestosos minutos de sueño, de almohada babeada. Salía sin desayunar. Sin bañarme. Con lagañas en los ojos y mal aliento. Como hoy. De mal humor. A veces me subía al colectivo con café humeante adentro de una taza térmica.
Era mucho peor: a esa hora viajaba parada. El colectivo iba lleno. Y no me alcanzaban las manos para meter las monedas en la máquina, agarrar la taza térmica, pasar las manos por el pasamanos; encima en esa época, usaba una cartera muy fea con manijas de madera, que no se colgaba en el hombro como el común de las carteras. Las manijas eran dos maderas con agujeros elípticos en donde había que embutir la mano y apretar con fuerza para que no se cayera al piso. Inevitablemente, terminaba volcando el café. Sobre el brazo de alguien. O en el piso. O en la cabeza de algún nene. O estaba tomando café y el colectivo frenaba de repente; entonces se derramaba sobre mi ropa. Por una u otra razón, sabía que era una pésima idea lo de la taza térmica, pero insistía. Me hacía sentir importante. Le había ganado al reloj, había dormido esos minutos de más y sí, señoras y señores, estaba desayunando. A veces redoblaba la apuesta con un paquete de galletitas o tostadas. Otra vez, un panqueque de dulce de leche envuelto en una servilleta. Tenía ventipico y era yo contra el mundo. Yo contra la línea 41. Yo contra mi jefa y mi trabajo de recepcionista. Agarrarme del pasamanos era un desafío. Quizás el único del día. Adrenalina pura. Con las manos ocupadas y el colectivo lleno, las manchas de café se sumaban a las migas que llovían sobre mi saco y sobre la pelada de algún pasajero que estuviera sentado cerca. La cosa por lo general se calmaba después de Plaza Once, en el tramo que iba de Plaza Once a Palermo. A veces resultaba tan victoriosa mi hazaña que hasta lograba sentarme y dormir unos minutos más durante ese trayecto, otra vez babeante, sobre el hombro del de al lado. Me despertaba mágicamente en mi parada de destino, Luis María Campos y Santa Fe.
Después de varios años en el mismo trabajo, en la misma pesadilla, viajando en el mismo colectivo, me fui adiestrando en el arte de saber quién se bajaba en Plaza Once. Me paraba al lado del que pensaba que se iba a bajar. Hacía guardia al lado del asiento. Y muchas veces, adivinaba. Con el tiempo, los empecé a reconocer. Se repetían día tras día las mismas caras. Las fosas nasales peludas. Los bigotes nicotinados. Los labios fucisas. La trenza rubia. Los dientes separados. Y el lagarto. ¡Cómo olvidar al lagarto! Viajaba con él casi todas mañanas. Esperaba encontrármelo. Iba siempre parado. Con una mano en el pasamanos y la otra en el celular, que no despegaba de la oreja. Y así, todo el viaje, con su teléfono. Estoy hablando de un tiempo en el que casi nadie tenía celular. Hablaba enérgicamente. Gesticulaba. Gritaba. Cosas de negocios. Asuntos importantes. Movía los brazos. Revoleaba sus ojos verdes. Y yo lo observaba, segura de que no había nadie del otro lado. De que el lagarto estaba solo. Solo en el mundo. Había elegido ese teléfono de juguete para destacarse entre el montón. Como yo, con mi taza térmica. Él tenía su estandarte particular.
El lagarto no se bajaba en Once. Seguía hasta Scalabrini. Yo lo miraba y prestaba atención a cada uno de sus movimientos; distrayéndome, embelesada. Corriendo el riesgo de no ver el momento exacto en el que un pasajero abandonara su asiento.
Una mañana, el colectivo clavó los frenos cerca de Plaza Las Heras y mi café con leche se volcó sobre su traje. No dijo nada. Me acuerdo que giró la cabeza. Me clavó su mirada reptiliana y guardó el teléfono en el bolsillo. El resto del viaje, se quedó en silencio. Nunca más me animé a mirarlo.
Hay días en los que pienso en él, con nostalgia. En los viajes que compartimos, sin hablarnos. En sus ojos de lagarto.

Parece que están por abrir, finalmente. En la puerta somos varios esperando a que suban la cortina. Yo encabezo el grupo. Y sí, me siento importante. La cortina sube. Se desliza. Finalmente, se esconde. Las puertas se abren. Manoteo mi frasco de orina adentro del bolso. Voy a ser la primera.
Entro. Con una mano, toco el frasco de orina. Con la otra, aprieto el botón para llamar al ascensor. El laboratorio es en el primer piso. Unas cinco personas esperan detrás de mí. Llegué primera. Ellos lo saben. Son mi séquito personal. Todos menos una señora de turbante turquesa. La misma señora que hace minutos me preguntó la hora. ¡Qué impaciente! Ella no espera el ascensor. Prefiere subir por las escaleras. Corre. Intenta ganar. Pero las puertas que van a las escaleras están cerradas y no le queda más remedio que escoltarme. Sube al ascensor. Se acomoda entre la gente. Revolea los ojos. Esquiva mi mirada. También manotea un frasco de orina dentro de su cartera. Con una maniobra envidiable se escabulle entre nosotros y logra salir primera del ascensor. Camina dando saltitos hasta el rollo de números y agarra, triunfal, el 1. Le digo que momentito, que yo estaba primera. Que me vio en la puerta cuando llegó. Se hace la sorda. Toma asiento. A mí me toca el número 2. Me siento de ella. Toso. Le estornudo la nuca. La llaman. Saca el frasco de orina de la cartera. Su mano está empapada. Al parecer, algo falló en el cierre del frasco. Algo que hizo que el contenido de su primera orina de la mañana se derramara, íntegro, sobre mi vestido. Pienso en las tantas veces que manché a pasajeros inocentes con mi café con leche. Igual de líquido. Igual de caliente.
Apesto a pis. No me importa: ahora no va a poder hacerse el estudio. Tiene que volver otro día, con un pis nuevo. Le dedico una sonrisa cómplice a mi séquito. Nadie me mira. Me siento gloriosa. Mi vestido está algo manchado, sí; pero el frasco de mi cartera está impoluto. Lo acerco al mostrador. Entrego mi número a la señora de pelo naranja, del otro lado. La señora del turbante turquesa se retira. Antes de irse, me clava una mirada de reptil.
Cierro los ojos y me acuerdo del lagarto, una vez más.

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