Mónica es gigante. Toda ella es gigante. Sus uñas curvas, tan curvas que dan la vuelta al dedo, hasta convertirse en garras. Sus dientes verdosos. Su escote. Sus gestos. Cada movimiento. Todo en ella es inmenso.
Su cuerpo, alimentado a base de manjares y frituras varias, es
descomunal. Envuelto por estampas, lunares y flores. Brillos. Encajes.
Lentejuelas. Y en un capa superior, alhajas y más alhajas; que bailan, cantan y
tintinean a cada paso que da.
Su pelo es de un rojo estridente. Y su cutis, un bastidor repleto de
pinceladas turquesas, fucsias y naranjas, desparramadas al azar. Una pintura
abstracta. Casi vanguardista.
Mónica es maestra de Lengua. Por la mañana enseña sujetos y predicados,
modificadores directos e indirectos, a nenes de cuarto grado. Toma mate cocido
con bizcochitos en el patio del recreo mientras charla con Mirta, la de
matemáticas.
Vive en un departamento minúsculo, en el barrio de Lugano. Un tercer
piso por escaleras. Y al mediodía, cuando vuelve de la escuela, sube con una
bolsa de hidratos de carbono en cada mano. La escalera es muy finita y
empinada. Ella se balancea de un lado a otro, bamboleando las caderas, como si
fuera una gran bola rebotando en las paredes laterales.
Una vez que llega a su departamento y recupera la respiración, pasa la
tarde entera entre el living y la cocina. La cocina y el living. Cocinando y
comiendo. Comiendo y cocinando. En la cocina, de un metro por un metro, sólo
hay lugar para ella. Y sus movimientos pequeños que emanan vapores de todo
tipo.
Moni es una mujer de rituales. Uno de los principales y más sagrados es
su telenovela de las cuatro de la tarde. A las cuatro menos cuarto,
religiosamente, desconecta su teléfono y sirve en la mesa una docena de
facturas. Cañoncitos. Palmeritas. Vigilantes. El frasco de esmalte de uñas.
Algodón. Quitaesmaltes. El termo y el mate. Enciende la televisión y así pasa
su tarde, de cuatro a cinco. A las cinco, conecta el teléfono, junta las migas
y llama a Irene, su hermana. De cinco a cinco y cuarenta, comentan
acaloradamente los acontecimientos de la novela.
Otro ritual, igual o más importante que el anterior, son los partidos
de Argentino Juniors. O “El Bicho”, como ella llama al equipo de sus
amores. Los domingos de partido desconecta el teléfono y se embute adentro de
su remera roja del `86. A modo de mantel, despliega la bandera; y
arriba, la picada, la cerveza, la corneta y la vuvuzela. Cuando “El Bicho” hace
un gol, cualquier cosa puede pasar. El barrio está alerta. La costumbre es salir
al balcón con su vuvuzela y hacer ruido. Pero cuentan los vecinos que más de
una vez se sacó la remera y se puso a dar gritos enajenada, con las tetas al
aire. Si el gol es del equipo contrario; ataca puertas, muebles y ventanas. La
mesita de vidrio de al lado del sillón fue reparada unas cuatas veces por este
motivo.
Algo sagrado en la vida de Mónica, son los sábados en la peluquería de
su hermana. Este es el lugar ideal para desahogar sus penas, y aumentar el
volumen de su cresta. También aprovecha la ocasión para ponerse al día con las
revistas de corazón. Enterarse del nuevo romance de La Su o la nueva pelea
del Bailando. Muy útil para tener nuevos temas de conversación en
la sala de maestros. Lo que más adora de esta ceremonia es el momento en el que
le masajean el cuero cabelludo. Rubén, el chico que se encarga de lavar el
pelo. Con una toalla alrededor del cuello, los ojos cerrados; se siente, por un
ratito, la mujer más amada del mundo.
Desde que “El Turco” se fue de casa, estos son unos de los pocos mimos
que ella recibe. A veces lo extraña, sí. Pero también aprendió a disfrutar el
silencio. No escuchar esos bufidos. Esos insultos. ¿Iban dirigidos a ella? ¿A
la vida misma? No está segura. Pero ya no están más.
Hace unos meses que visita un canal de chat. “GatitaRoja”, se hace
llamar. La foto de perfil es un gatito de angora. La sala de chat se llama
“Solitos y mimosos”. Y ésta pronto se fue convirtiendo en una nueva rutina
que-no-cambia-por-nada. A las nueve, después de una cena suculenta; se pone
perfume, su mejor lencería y se sienta frente a la pantalla. Al lado
del teclado, un paquete de cigarrillos. Del otro lado, el pote de maní con
chocolate.
Bajo el nombre de “GatitaRoja” Mónica deposita toda su pasión. Expone
sus más íntimas fantasías. Relatos. Recuerdos. Y alguna que otra porción de su
cuerpo, cuando se anima y el maní por chocolate es reemplazado por bombones de
anís.
Así fue como una noche conoció a Hugo66. Un señor de su
misma edad, con bigotes alquitranados y mirada punzante, según expone en su
foto de perfil.
Mónica pasa el día pensando en Hugo. En qué tema van a conversar esta
noche. En si la va a invitar a tomar un café. Últimamente le cuesta mucho
concentrarse. Se confunde sujeto y predicado. Qué fue lo que dijo el galán de
la telenovela de las cuatro. El último chisme de la revista Pronto. Y hasta se
pinta las uñas con el quitaesmaltes.
Por primera vez en mucho tiempo, se siente joven. Sexy. No para de
sonreír. De mostrarle al mundo sus dientes verdes. Agrega capas y nuevas capas
a su maquillaje. Y sus pulseras tintinean más alegres que nunca.
***
Apenas a unas cuadras, Luna, de nueve años, se ríe frente a la
computadora.
La mamá se acerca. “Es hora de dormir, Luna ¿Y ese un gatito de angora?”
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