Un nene da vueltas alrededor de un cartel. Salta. Baila. La mamá
suspira. “¡Basta, Tomás!”.
La fila crece. Hay tres hileras de asientos azules.
“Tiene que sacar número y esperar a que lo llamen ¿Quién sigue por
acá?”.
Alguien lee. Otro alguien tararea una canción. La señora de saco rojo se
va con un sobre y sorníe.
“Buen día. ¿Usted es el último de la fila?”. “¿Quién sigue?”.
Un señor se frota el entrecejo con un pañuelo. Se pone los anteojos. Se
los saca. Cambia de asiento. Se mete el dedo en la nariz.
“Pasá al fondo. Te van a llamar por tu apellido. Ahí, en la pantalla”.
La señora triangular saca documentos de un bolso celeste. Una rhodesia.
Tres titas. Desparrama todo en el mostrador.
La fila avanza. Unos labios fucsias llegan hasta el final de la fila.
Se fruncen. Mastican.
Llaman al 40. La señora con mochila de oso panda avanza. Los zapatos de
charol, también.
“Para realizar cualquier tramite es necesario presentar el DNI
original y fotocopia en buen estado de conservación”, nos grita un cartel.
Llaman al 41. El señor del entrecejo se para y avanza lento. Deja un
hilo de baba detrás de él. Los zapatos de charol
caminan. Entra una señora con un bebé a upa.
“¿Estás en la fila?”. “¿Quién sigue?”.
La señora de anteojos negros da un paso. Le dan un número. El bebé
duerme.
Llaman al 42. Al 43.
“Ya te van a estar llamando. Decime el documento, linda”.
Tres uñas turquesas sacan una credencial. La mamá del bebé saca una
teta.
“Es bueno tener amigos acá”, le dice a su marido la de campera batik. El
señor de bigotes afirma con un movimiento diagonal de su cabeza.
“¿Vos sos la última? ¿Qué número tenés?”
“En el fondo sale tu apellido por la pantalla”. Dice la rubia saboreando
cada doble L.
Manos y más manos sacan papeles de carteras y bolsos. Formularios.
Folios. Carpetas. Los doblan y se abanican.
La pared descascarada nos acaricia las piernas. Está empapelada por carteles
de todo tipo. Un caño la atraviesa de punta a punta.
“Acá está clarito, ¿ves? Fijate bien. Este es el tiempo que tenés para ir
a cobrar al banco. No te pases de esa fecha. Vos manejate por este papel”.
Más allá: el fondo. Camino hasta ahí. Más escritorios.
Y una sola fila de asientos azules.
Un nene le ofrece el asiento a una señora mayor. “Gracias, mi cielo”.
Los ojos se humedecen. El rimel se humedece.
Atrás de los escritorios hay resmas y más resmas. Cientos de resmas.
Apiladas como ladrillos. Intercaladas en perfecto equilibrio. De
diferentes marcas y gramajes. Más arriba, como las torres de un gran muro, hay
cinco cajas de archivo azules, con nombres de mujer escritos con marcador.
“Vanesa. Emilce. Marcela. Norma. Marta”.
El nene que daba vueltas alrededor del cartel, que saltaba y bailaba,
ahora está al lado mío. Llora con un chillido agudo.
“¿Entonces tengo que hacer todo de nuevo?”, pregunta una barba candado.
“Acá hay cinco empleados y trabaja uno solo”, dice uno por lo bajo.
Son cinco empleadas. La número tres tiene las uñas recién pintadas y no
se anima a tocar el teclado. La número cuatro agarra el edulcorante y lo vierte
adentro del termo. En el envase hay un cartel pegado con cinta scotch, que
reza: “Pertenece al fondo. Usar. ¡No abusar!”
Los zapatos de charol al fin son atendidos. Interrumpe una vieja que
pregunta si el jueves se dejó olvidado un paraguas ahí mismo. Era uno con
patitos. “No, señora. No vimos ningún paraguas”. “Pero tiene que haber quedado
acá. ¿Pueden fijarse, por favor?”. Se larga a llorar. El de seguridad la
contiene.
Se escuchan suspiros. La gente espera. Miran el horizonte. Como musulmanes
en dirección a la Meca. Miran una pantalla; donde van cayendo, uno sobre otro,
nuestros apellidos.
Alguien camina en el poco espacio libre. Va, viene y mira la pantalla.
Va, viene y mira la pantalla. Otro alguien escupe un insulto. Se escucha una
cumbia bajito.
Del otro lado de los escritorios, como guardianes de la muralla de
resmas: ellas cinco. Termos. Mates. Sellos. Abrochadoras. Resaltadores.
Bizcochitos. Todo con nombre. “Vanesa. Emilce. Marcela. Norma. Marta”. Dedos
que tipean. Otros que abrochan. Otros que firman. Otros que están quietos y no
piensan moverse.
“Permitime el documento”.
La campera batik no acepta que le den el asiento.
“Primer piso al fondo, señora”.
“¿Y cómo subo? ¿No hay ascensor?”.
“No, señora.”
“¿Y el libro de quejas? Quiero el libro de quejas. ¡Lo exijo!”.
La barba candado se ríe.
“¡Más respeto!”.
“Acá el chiquito le da el asiento, señora”.
“Molesta a todo el mundo. Una se desconcentra. Así no se
puede trabajar”. La empleada
indignada parece llamarse Norma. Su edulcorante, su mate y su resaltador
amarillo, también. Firma. Abrocha. Sella. Firma. Abrocha. Sella. Todos la
miramos fijo.
“Aparece ahí arriba tu apellido. Tenés que estar atento.”
“Si alguien puede atender a la señora que no puede subir escaleras. ¡A
ver! ¿Alguien?”, dice en voz alta la señora triangular. Nadie le contesta.
Atienden a la señora con el nene a upa. Echan más edulcorante en un
termo. Atienden
a la señora triangular. Atienden a los labios fucsias. A los zapatos de charol. Agregan yerba al mate. “Permiso”.
El nene que siempre cede la silla, se sienta. La mamá le dice que se
pare. “¿Atienden a la señora?”, vuelven a decir.
El nene que lloraba ahora agarra un sello y se sella la mano. La mamá
grita.
“¡Qué pasa! Hay que portarse bien acá, ¿eh?” Le dice la que se llama Norma
y le arrebata el sello.
“Escuchá a la señora, Tomás. Hacele caso.”
La campera batik le señala los cordones desatados a un señor. El señor
se acerca. “Estoy viendo dónde apoyar el pie”, le dice bajito al oído.
“Con la colotomía no estoy como para andar haciendo piruetas”. La campera batik,
sonríe. El señor le agradece y se aleja con los cordones
desatados. “¡Hay cada uno! Porqué no se ata los cordones y se deja de joder”, le
dice a su marido de bigotes.
Los dos miran la pantalla y se ríen. Escupen. Se ríen con fuerza.
Repiten varios apellidos en voz alta. Gritan. Se ríen de nuevo. De repente, “Moffoni
Julio César” aparece en la plantalla. Los dos se agolpan sobre un
escritorio.
La señora con el tatuaje de un santo, firma un formulario. Otros dos se
pelean por un asiento. La cumbia se calla. Hay un silencio. Medio silencio.
Alguien sorbe un mate con fuerza.
En eso, en la pantalla, aparece mi apellido. Me descoloco. No sé cómo
actuar. Por un momento, me siento “la elegida”. Saco los papeles de mi cartera,
nerviosa.
El de bigotes relojea la pantalla y se ríe. No encuentro mi documento. El señor del
entrecejo, con una velocidad nunca antes vista, saca una credencial de
discapacidad y se la muestra a Norma. Lo atienden primero.
La se
ñora
con mochila de oso panda dice que está embarazada. La atienden también.
Espero.
Ahora sí. Me toca. Tomo asiento.
Detrás
de la empleada se puede leer un cartel: “Si
desea efectuar alguna sugerencia, felicitación o reclamo; el libro de quejas se
encuentra a su disposición en el primer piso. Sector administración.
Muchas gracias”.
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