Hace
poco descubrí el espárrago. Hará unos tres años. Hasta ese entonces, no
calificaba como una verdura para mí. Era un concepto lejano, un idioma que
jamás iba a aprender a hablar. Como el tailandés. Un día, vi que los cocinaban
en una película y decidí probarlos. Desde ese momento, se convirtieron en mi
ritual.
El
ritual consiste en algo más o menos así. Empieza en primavera, cuando aparecen
los primeros espárragos en la verdulería, y se repite semana a semana, hasta que
se extinguen. Compro un atado y lo llevo orgullosa a casa, cantando durante
todo el camino: “Espárrago, es un espárrago”, al ritmo de la canción
“Escándalo” del cantante español Raphael, de la cual solo conozco el
estribillo. Llego y desato la bandita elástica que los une. Los lavo uno por
uno con una esponja hasta dejarlos impolutos y los corto de manera
longitudinal. Mientras, sigo cantando la misma canción. “Espárrago, es un
espárrago”.
Con las manos que me van quedando libres, enciendo el fuego y pongo aceite de oliva en una sartén. Pasan apenas unos minutos y, cuando el aceite está listo, los coloco en perfecto orden, hasta que llegan a cubrirla toda. Ahora veo un círculo verde en lugar de uno plateado. Los espárragos empiezan a crujir al ritmo del aceite y de mi melodía. Me gusta verlos dorarse, crepitar. Una vez que se doran de un lado, con un tenedor, los doy vuelta, uno a uno; con cuidado de que ninguna gota de aceite me tome por asalto. Y así, un rato más. Canto. Los escucho crepitar. Canto. Los veo dorarse. De pie o bailando, sin dejar de cantar. Los roto. Meneo. Hay que estar al lado de la sartén, todo el tiempo, porque si se queman todo lo anterior fue en vano.
Con las manos que me van quedando libres, enciendo el fuego y pongo aceite de oliva en una sartén. Pasan apenas unos minutos y, cuando el aceite está listo, los coloco en perfecto orden, hasta que llegan a cubrirla toda. Ahora veo un círculo verde en lugar de uno plateado. Los espárragos empiezan a crujir al ritmo del aceite y de mi melodía. Me gusta verlos dorarse, crepitar. Una vez que se doran de un lado, con un tenedor, los doy vuelta, uno a uno; con cuidado de que ninguna gota de aceite me tome por asalto. Y así, un rato más. Canto. Los escucho crepitar. Canto. Los veo dorarse. De pie o bailando, sin dejar de cantar. Los roto. Meneo. Hay que estar al lado de la sartén, todo el tiempo, porque si se queman todo lo anterior fue en vano.
Cosas que aprendí después de tres
primaveras repitiendo la misma ceremonia: Es aconsejable abrir una ventana de
la cocina porque el olor a espárrago frito es bastante fétido. También aprendí
a hacer todo lo anterior mientras hablo por teléfono; renunciando a la parte de
la canción, claro está.
Una
vez que los espárragos están dorados (ni verdes, ni negros: dorados), los
retiro con una espumadera. Los vierto sobre un plato y con una servilleta les
extraigo el aceite sobrante. Saco la servilleta, la tiro y agrego en el plato
queso crema. Mucho queso crema. Llevo todo a la mesa.
Y,
ahora sí, los engullo. Esta es la mejor parte. Más placentero aun que el
crepitar. Y que la canción de Raphael - que no para de sonar en mi cabeza y lo
va a seguir haciendo cada vez que pase por la verdulería durante la primavera,
ya sea solo a comprar bananas o algún que otro papín andino. Los engullo.
Cierro los ojos y estoy en Tailandia. Porque no lo mencioné antes, pero la
punta de cada espárrago tiene la forma y la textura de un insecto frito, de
esos que aparecen en los documentales de National Geographic. Esos insectos
fritos que venden en las puestitos gastronómicos de las calles de Tailandia. Y
no creo poder viajar a Tailandia en un futuro cercano, por eso me conformo con masticar
esa punta de espárrago y degustar esa falsa cucaracha frita. ¡Que es deliciosa!
Así debe ser el sabor de esa cucaracha frita, su textura. El aceite que excreta
el espárrago a cada mordisco que le doy, su jugo; bien podría ser el fluido
interno de esa querida cucaracha. Por qué no. Y hasta si me abstraigo un poco,
puedo sentir sus patas, que todavía se mueven, haciéndome cosquillas en el
labio.
Me
convierto por un momento en una turista intrépida, de las que pasean con
pañuelo en la cabeza y cantimplora en la cintura; todo esto gratis y sin
moverme del living de mi casa. Parte del ritual consiste en poner música de
fondo. Puede ser algo en tailandés, en hindú, una Lata Mangeshkar, por ejemplo,
es ideal; o algún otro cantante de idioma indescifrable. Intento poner en off
por un momento la canción de Raphael que no deja de repetirse en mi cabeza a
modo de mantra. Algo a tener en cuenta es que los espárragos son bastante
dóciles para ser comidos con palitos. En momentos osados, los condimento con
curry o paprika. Otra opción interesante es agregar té helado en la mesa, y así
sentirme todavía más cosmopolita. Una vez que el plato queda completamente
vacío, lo llevo a la cocina y lo arrojo a la pileta. Ya se lavará más adelante.
También existe la opción de pasarle un pancito y evitar ese mal trago. No
olvidemos que en los puestos gastronómicos de las calles de Tailandia, los
turistas no lavan platos. Hacerlo atentaría contra el ritual.
Final
del viaje. Aterrizo y camino a la heladería por un cucurucho de tramontana.
Otra de las cosas que amo de la primavera.
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