“¿Cómo
cierro la llave de paso?”, me pregunta Ana, entre llantos.
La
veo por la cámara del celular. Tiene el pelo mojado. Está desnuda.
Le
pregunto qué le pasa, pero me cuesta escucharla. Hay un ruido de fondo, como de
acantilado, que me aturde.
La
imagen se mueve, arriba y abajo. Veo alternadamente la llave de paso y su
pezón. Su pezón y la llave de paso. Los dos igualmente brillantes.
“¿Cómo
mierda la cierro?”, me pregunta, ahora a los gritos. Mueve el teléfono y veo
que el piso está empapado. Le digo que tiene que sacar la tapa primero, que es
a rosca. Y que deje de mover el celular, que me marea. “¡Se inundó el baño,
Pablo! ¡Necesito ayuda!”.
Tiene
la canilla en la mano. Parece que se salió, mientras se duchaba. “No te puedo
ayudar desde acá, mi vida”. El señor que está parado al lado mío se saca un
auricular y me pide que deje de gritar. Alguien me clava un codo en la espalda.
En una costilla. Quizás no es un codo, sino la punta de un paraguas. Me falta
el aire. Me doy cuenta de que todos alrededor mío están atentos a mi teléfono.
Pueden ver la llave de paso y el pezón, los dos brillantes y perfectos. Por
momentos me tambaleo. No logro agarrarme del pasamanos y sostener el celular al
mismo tiempo. “Tenés que desenroscar la tapa primero”. El agua sigue saliendo.
En la pantalla ahora está Ana, en primer plano. Sus poros. El negro del rimel
por toda la cara. “No te entiendo”, me dice. “¿Qué es lo que tengo que sacar?”.
“¡La
tapa!”, le contesta el señor de bigotes con olor a alquitrán, parado a mi
izquierda.
Ana
llora. Se seca el pelo con una toalla. Y, por fin, logra sacar la tapa. El
chorro de agua se calla. La cámara del celular ahora me muestra el cielo raso.
Se agita en distintas direcciones. No para de moverse. De repente, se detiene.
“Se ve que dejó la cámara apoyada en el inodoro”, dice muy segura la señora de
pestañas postizas. “No, no. En la pileta”, interrumpe el de bigotes.
Ahora
vemos partes de Ana. De una Ana que se mueve. Que chorrea. Pero que ya no nos
ve. Se olvidó de nosotros.
“¿Seguís
ahí?”, le pregunto. La señora de pestañas postizas se acerca cada vez más a mi
pantalla. Las pestañas aletean. “¿Sigue ahí?”, me pregunta. Escuchamos el
llanto y vemos partes de un cuerpo en movimiento, todavía desnudo. “Creo que
cerró la llave”, opinan las pestañas. Se ve el piso inundado. La
respiración de alguien acaricia mi nuca. Ana sigue llorando. “Esa chica no está
bien”, me dicen los bigotes. Al parecer, se olvidó que sigo acá. Me siento
usado. Ahora yo también estoy mojado, pero de transpiración. La vemos caminar
hasta el lavadero. La vemos volver con un balde. Vemos la parte de un secador.
Vemos partes de un trapo. De agua. Del trapo que se escurre. De Ana, que llora.
De su pezón. Todo por partes. Fragmentado. “Andá a saber dónde dejó el celular
apoyado, ¿no?”, comenta una voz que viene de atrás. No sé quién es.
Estamos
quietos, en silencio, mirando las partes por el todo. Ese rompecabezas mojado.
Y entonces, la señora de pestañas postizas me arrebata el celular. Se acerca y
le grita a la pantalla. “¿Por qué no te vas a cambiar, querida? ¡Todo el 63 te
está viendo en pelotas!”.
Y
acerca el dedo. Y con una uña larguísima, fosforescente, corta la videollamada.
Y ya no vemos más nada. Y ya no hay agua. Y ya no hay pezones. Y me devuelve el
teléfono. Y lo guardo en el bolsillo. Y me agarro con las dos manos. Y la gente
se dispersa. Y el colectivo no está tan lleno. Y vuelve el aire. Y respiro.
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