Nuestras frentes se arrugaban, como bollos de papel. Y el color de
nuestras caras viraba hacia los morados. Incluso hacia los borravinos. Ese
color tan propio de la Iglesia, tan sagrado, que hacíamos nuestro en cada
discusión.
Discutíamos por pavadas, la mayoría de las veces. Y sin entendernos. Lo
hacíamos con gestos, para que ella no nos escuchara desde la habitación.
Gesticulábamos, sí, pero sin mirarnos.
¿Y de qué sirve fruncir tanto el ceño, si el otro no nos está mirando? Para
gritar en silencio. Para arrugarnos, como bollos.
Lo que era trascendental para mí, para Horacio era insignificante. Por
ejemplo aquel murciélago. Tiritaba de frío en el alféizar de nuestra ventana.
Para él, era algo estúpido, sin la menor importancia. Mientras que yo podía
estar la tarde entera pensando en eso. La tarde entera, siendo ese murciélago. Se
transformaba, de pronto, en el leimotiv de mi día. Me
resultaba impensable concentrarme en otra cosa. El palpitar de ese cuerpo
de peluche. Su expresión de rata aterrorizada. Las uñas mínimas,
aferrándose con fuerza. Cada detalle quedaba grabado en mi retina. Y cualquier
pequeña acción que intentaba emprender, como lavar los platos o hacer un trazo
en una hoja, ahí estaba él, con su vuelo interruptus, suplicando a gritos mi
atención. Entonces, volvía al cuarto, esta vez con una taza de café entre las
manos, y me sentaba en el borde de la cama, a mirarlo. Me era imposible dar un
movimiento: abrir la ventana; bajar o subir la persiana. Me quedaba petrificada,
absorta. Me acercaba al vidrio, lo empañaba con mi aliento. Y le cantaba, eso
sí, para darle ánimos. Así pasaba la tarde. En un momento él se escondía, en la
hendidura por donde baja la persiana. Se hacía minúsculo. Y yo dudaba si desde
ese rincón tan alejado podía escuchar mi canción. Sin embargo, seguía
cantándole “De qué callada manera”, o alguna otra, lo
suficientemente alegre como para sobrellevar el momento que estábamos atravesando.
A las seis, siete, bajaba el sol. Y con el atardecer, venía la necesidad
de ir al baño. A mi regreso, él ya no estaba. Se había ido, sin despedirse. Sin
dar las gracias.
**
Regresa Horacio. Gesticula. Intento no mirarlo. Me dice entre susurros
que por qué no lavé los platos. Que por qué no hice las compras. Que qué vamos
a cenar. Qué por qué quiero empezar a trabajar a estas horas. Que qué estuve
haciendo todo el santo día. Y me gesticula, y me susurra, para que ella no nos
escuche desde su habitación. Y trato de explicarle. Él me mira. Me mira fijo.
Concentradísimo.
Le cuento sobre el murciélago. Sobre esa inmunda rata con alas. Si él me
hubiera escuchado antes. Si él hubiera abierto la ventana. Si lo hubiera
ahuyentado con un palo. O guillotinado con la persiana por lo menos, mi día habría
sido diferente. Por su cobardía, por su falta de iniciativa, por su necedad, había perdido mi tarde entera, sin hacer otra cosa que
mirar hipnóticamente a ese ser desagradable y cantar Las Mañanitas y
otras tantas canciones latinoamericanas que ni me acuerdo. Él entonces me
refuta algo, pero yo ya no lo miro, y al no percibir sus gestos no sé qué me
está diciendo. Seguramente está equivocado. Siempre lo está.
**
Esta mañana me despierto y hablo por teléfono y enrulo
el cable, porque nuestro teléfono
es
de los antiguos, de los que tienen bucles. Mientras enrulo, me acuerdo de las
pestañas de las señora de la farmacia. Largas y pesadas. Y enruladas también. O
“rizadas”, como le dicen algunos. Esas imágenes que siguen adentro de mi
retina, y que no se van. A medida que enrulo el cable, siento que rizo esas
pestañas. Y ya no escucho al que está del otro lado. Como la señora que come
palito bombón helado en el tren mientras completa un crucigrama y el helado se
va descascarando y los pedacitos de chocolate resquebrajado van cayendo, poco a
poco, sobre el crucigrama, y la señora sigue completándolo y ni se inmuta. Hay
toda una fila del crucigrama que ya no puede llenar, porque el chocolate se
apoderó de ella, ¡y la señora ni se inmuta! Qué ganas de pasarle el dedo a ese
pedacito de chocolate. De comérmelo. De gritarle el resultado de “Artículo determinado que se antepone a un sustantivo
masculino singular para indicar que el referente es conocido por el hablante y
el oyente”. ¡Es “el”, pedazo de ignorante! Pero no lo hago. Sin embargo esa
imagen; como la pestaña, como el
murciélago, siguen igual de vívidas, igual de latentes en mi retina. Y ya no
puedo escuchar ni ver nada más. Del otro lado del teléfono me gritan. Que si
estoy acá. Que si escucho. Que sí, que escucho. Me sigue hablando. Y a mi
retina vienen nuevas imágenes. De los días pasados. Y de este día. El filtro de
café rebosante de existencia negra. Los ojos que me sonríen por el espejito
retrovisor de la bici. La pus que sale de la herida, cuando la pongo en agua y
sal y la aprieto con fuerza. La cáscara que se desprende como si nada del huevo
duro. El hurón impertinente que se queda mirándome embalsamado o embelesado, da
lo mismo, a través del vidrio en el Museo de Ciencias Naturales. Los dedos
caminando por el pasto, esquivando chapitas de cerveza. La tinta que chorrea y
me inunda. Las burbujas de pluribol que explotan. Los pelos que caen como lluvia
cada vez que me depilo las axilas. Y todo eso mezclado. Como un collage
empastado, con exceso de pegamento. Escucho cómo me cortan el teléfono. Y ese
ruido se queda grabado en mi retina, también. El que estaba del otro lado ya no
está.
Y yo sigo enrulando el cable. Enrulo
mi pelo. Que es lacio. Como la pared. Que es lisa. Como el papel. Y me toco las
arrugas de la frente. Que gesticulan sin saberlo. Son un papel abollado. Siento
la textura. Siento el ruido del bollo. Y puedo escucharme. Aunque Horacio, no.
Él mira para otro lado.
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