Es verano y hace calor. Vamos a ir a
jugar un rato con los chicos de la cuadra. Subimos al cuarto piso y les tocamos
el timbre a Juan y Romina. Le preguntan a su mamá si pueden salir a jugar con
nosotras. Desde la puerta se siente ese olor, una mezcla entre salamín y
lavandina. “Está bien”, les dice Luisa. “Pero vuelvan antes de las seis”. Bajamos corriendo por las escaleras. Primero
pasamos por el kiosco a comprar unas bombuchas y unas pastillas “yapa”.
Cruzamos corriendo la calle Leiva. Es
la hora de la siesta, no pasan autos y el almacén está cerrado. Ninguno se
anima a tocar el timbre, por si se despierta la señora Carmen, la abuela de
Laura y Mariano. Carmen sabe sacar el empacho. Un día fui con mi mamá y me hizo
pasar del otro lado del mostrador para que me lo sacara. No entendí bien qué
bailes raros hacía con una cinta, pero después ya no me dolía más la panza. Hoy
le toca a Juan tocar el timbre. Enseguida salen Laura y Mariano, con un balde para
las bombuchas. “Shhh! No griten tanto”, nos dicen. Y volvemos a cruzar Leiva.
Ahora somos seis.
¿Buscamos
a las chicas de la esquina? Casi nunca pueden.
En realidad, creo que no las dejan. Un día las invitamos a casa a tomar la
leche y nos dijeron que no. Que sus papás “no saben qué clase de familia somos”.
Cuando se lo conté a mi papá no le gustó nada. Nos dijo que no quería que
volviéramos a ir a esa casa. Me da mucha bronca. ¡Para qué se lo habré contado!
“Esa” casa está llena de juguetes. Todos juguetes nuevos, como los que aparecen
en las propagandas de la tele. Está ese que tirás las galletitas de
plástico y las tenés que embocar en la boca del señor. Y ese otro, el de cazar
pececitos con la caña de pescar. Y el del doctor que el paciente tiene la panza
abierta y hay que operarlo y sacarle porquerías de adentro. Y un montonazo de
barbies. En casa tengo sólo dos, las que me regaló mi prima que se fue a vivir
a México. Pero ya están todas mordidas, con el pelo horrible. Y además tienen esas
galletitas que en casa no hay, las rellenas de mouse de chocolate. Mi mamá
compra unas feas que vienen rotas, en bolsitas, porque dice que son más baratas
y que las otras salen una fortuna. Por todo eso me da una bronca bárbara no
poder ir a “esa” casa. En realidad, las chicas de la esquina no son muy
simpáticas que digamos. Son bastante aburridas y no les gusta prestar sus
juguetes. Igual las podemos invitar a jugar a la vereda. Sobre eso mi papá no
dijo nada. Así que les tocamos el timbre, pero no nos atiende nadie. Nos
quedamos un rato esperando, porque se escucha una tele adentro, pero nada.
Volvemos a cruzar Leiva y tocamos el
2do “A” del edificio alto de la esquina. Ahí viven las hermanas grandes. Lorena
el año que viene empieza el secundario. Sandra todavía no. Estudian demasiado y
a veces no bajan a jugar con nosotros por eso. Hoy baja Sandra nada más. Vamos a
la entrada de nuestro edificio y llenamos las bombuchas en la canilla que está
adentro de una puertita. Algunas se revientan.
Hacemos dos equipos y ¡Guerra de
Bombuchas! A mi me toca con Sandra, Laura y Juan. Sandra me cuida porque soy
una de las más chicas. Me cubre para que no me exploten las bombuchas con
fuerza. Pobre Sandra. ¡La terminan empapando! La veo y tiene la remera toda mojada. Se le
nota el corpiño y me doy cuenta de que ya tiene tetas. Quizás por eso no juega
mucho con nosotras. Porque ya tiene tetas. Me quedo mirándola.
En eso se asoma por la ventana la
Señora de Vilas, la vecina del primero, que siempre nos grita. Nos dice que es
la hora de la siesta, y no la hora de jugar. Que no la dejamos dormir. Que va a
llamar a la policía y un montón de cosas más. Vive justo abajo nuestro y cada
vez que nos disfrazamos y nos ponemos los zapatos de taco de mi mamá, nos
golpea el piso con el palo de escoba. Mamá nos dice que si nos portamos mal y
no nos vamos a dormir temprano, va a llamar a la Señora de Vilas. Lo dice de
chiste, pero de imaginármelo ya me da miedo.
Ale le toca el portero eléctrico a
mamá y enseguida nos baja unas toallas. Nos dice que subamos en un rato a tomar
la leche. Le preguntamos si podemos invitar a Romina y a Juan y nos dice que
sí, pero que antes de irnos hay que limpiar todo el lío que hicimos. La vereda
está llena de pedacitos de bombuchas, papeles de caramelos y palitos de helado.
Juntamos todo y subimos a tomar la leche. Esta vez vamos por el ascensor.
Por
suerte, no hay galletitas partidas. ¡Hay panqueques de dulce de leche!
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