Me van a pasar a buscar para ir a la colonia. Espero que llegue el micro
escolar. Odio ir a la colonia: El olor a cloro. La fila para la revisación.
Ponerme la malla. Las viejas del vestuario. El fondo de la pileta descascarada
y con moho. El profe, que se hace el canchero todo el tiempo. Los otros chicos,
que no paran de hacerme burla. Pero lo que más odio, con todas las ganas, es el
viaje en micro.
Soy una de las primeras en subir, y el viaje dura casi una hora. No es
que esté lejos. Lo que pasa es que el micro busca, puerta por puerta, a cada
uno de los chicos. Da vueltas por toda la ciudad. Y hace calor. Mucho calor. Al
principio me divertía contando los adornos de navidad que ponían en las casas.
Después, por enero, empecé a contar cuántos habían sacado. Ahora ya es febrero
y casi no quedan adornos. Está ese solo, un Papá Noel gigante y bastante
desteñido por el sol, en la puerta de la casa turquesa. Todavía hoy, 3 de
febrero, sigue ahí. Tampoco me gustan las canciones que inventan mis
compañeros. El chico de atrás, se pone y se saca una cosa de la boca. Al
principio pensaba que era un alfajor. No entendía por qué se lo sacaba y se lo
ponía. Después de un mes en el micro con él, me di cuenta que era algo
metálico. Algo que llaman “aparato”. Es para los dientes, parece. Cuando se lo
conté a mi mamá me dijo que este año me van a poner uno de esos. Después de
comer, el nene se cepilla los dientes, y cepilla su aparato. El otro día lo
perdió y tuvimos que ponernos todos a buscarlo. En el vestuario. En la parte
donde estacionan los micros. Por todos lados. Al final lo había dejado en el
trampolín. Porque le daba miedo tirarse con los aparatos y que le lastimara el
paladar. Después de encontrarlo, no los cepilló. Y se los puso. Ese aparato
había estado durante horas apoyado en el piso del trampolín. El mismo trampolín
que todos pisamos con nuestros pies descalzos y llenos de hongos.
Ya le dije a mi mamá que no quiero ir más a la colonia. Es verdad, la
del año pasado era peor, que no tenía pileta. La que era en la escuela 13 y el
profe chaqueño nos retaba todo el tiempo. La que, con suerte, jugábamos con una
manguera o bombitas de agua. Pero no me importa cómo era la del año pasado. Me
importa ahora. Ahora. Aunque sea, la escuela 13 estaba a tres cuadras de casa,
íbamos caminando, y mi mamá nos compraba un helado en el camino.
Llega el micro. Escucho la bocina. Me termino la leche. Agarro tres
galletitas para el camino. Me las pongo en el bolsillo. Me pongo la mochila,
agarro la vianda, y le doy un beso a mi mamá. Antes de subir, una sonrisa
metálica me saluda del otro lado de la ventanilla.
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