Enemigas


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Gabriela es mi enemiga. Y mi amiga. Y mi enemiga; la mayor parte del tiempo.
Se hace la buena. La simpática. Inventa canciones y no para de reírse, con esa sonrisa venenosa que tiene. Nos lleva abrazadas, bailando y cantando por el patio del recreo. Ella en el medio, siempre. Nos hace caminar para atrás, para adelante, en zig zag, en diagonal, dar vueltas y repetir todo lo que ella hace. Las cuatro, así entrelazadas, somos un gran gusano de ocho patas. O mejor dicho, una araña. De las peores. De las pollito.
Nos atrapa con sus galletitas rellenas de ese moco fucsia, que nos encanta. Las abre, las lengüetea y las mastica, haciendo una lluvia de migas. Entonces, nosotras hacemos lo mismo. Otros días trae naranjú. Metemos la lengua adentro del plástico, bien adentro, lo más adentro posible. Absorbemos, chupamos con fuerza y lo estrujamos durante todo el recreo; hasta no dejar ni una sola gota de néctar fosforescente. Las cuatro hacemos lo mismo. El mismo ruido burbujeante; el ruido de la saliva que queda atrapada adentro del plástico y pide a gritos salir. Enseguida, nuestros dedos se convierten en cuarenta tentáculos pegajosos. Los succionamos uno por uno, con dedicación. En ese momento, somos amigas. Las mejores. Pero después, así, de repente, me hace “corto” con las manos. Los dedos se convierten en una cadena que se rompe. Así. Y cuando quiere ser amiga otra vez, al día siguiente, o a los dos o tres días, hace “junto”. Volviendo a arreglar la cadena de dedos que rompió. Así. “Corto”. “Junto”. “Corto”. “Junto”. Así. “Corto”. “Junto”. “Corto”. “Junto”.  Así.  Todos los días.

           Hoy cortamos. Estamos peleadas. Somos enemigas otra vez. Pero Gabriela parece que no se acuerda. Hace como si nada hubiera pasado y me abraza. Y yo pienso que está confundida; porque me dijo “corto” en el otro recreo. No entiendo. Hace un rato sacó de la mochila unas galletitas de moco fucsia para todas, menos para mi. Pero enseguida entiendo que no. Que no somos amigas. Que yo soy la confundida. Y que soy una estúpida. Que tengo moco fucsia en el cerebro. Porque mientras me abraza, me mete cinco hormigas rojas con un palito de helado por el cuello del guardapolvo.
Las hormigas me corren por la espalda y Gabriela se va a retorcerse de risa, con el resto de las chicas. Con el resto del gusano.
Pasan dos días y me dice “junto”, otra vez, como si nada. Se piensa que me olvido de las hormigas. Que me olvido de que, mientras es mi enemiga, invita a las demás a su casa a tomar la leche. Piensa que con un “junto” y una carta llena de corazoncitos de brillos, ya está. Cuando corta, se lleva a todas de su lado. Y no me hablan por días. O se acercan, se hacen las que son amigas de nuevo, y me tiran de las trenzas con fuerza, o me pegan chicle en el pelo
¡Son malas! Malísimas. Arañas pollito. Arañas gallina. Arañas gallo. Arañas huevo. Las demás son malas, por seguirla. Pero ella es la peor. Es la cabeza del gusano. La cabeza de la araña. Las demás la siguen, o me siguen a mi si llevo caramelos, pero no piensan. No hacen cosas malas en serio. No se les ocurre cortar y juntar a cada rato. Son tontas. Nos siguen. Como la tela de araña, que va para el lado que sopla el viento. Eso no se lo digo, claro; porque si no, no me siguen más.
Gabriela es la peor. Y cuando todas cortamos con ella se hace la pobrecita y llora.
Le escribo algo horrible en el pizarrón y cuando entra al aula y lo lee, se pone a llorar. Va corriendo a decirle a la maestra. Pero no sabe que fui yo. No sabe que estoy escondida atrás de la puerta para que no escuche mi risa. Para que no me vea destilar mi veneno.

Ahora somos amigas, otra vez.

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