Nuria anota todo en un cuadernito rojo. Las cuentas a
pagar. Los vencimientos. Los préstamos. Renglones y más renglones se amontonan en ese cuadernito que esconde en el bolsillo de su delantal. Fecha.
Detalle. Deudor. Monto. Y cuando está aburrida; mete la
mano, lo saca y lo revisa. Marca algo que se olvidó. Suma. Se fija en el
noticiero si aumentó el dólar, y recalcula una vez más.
Desde hace algunos meses toma nota de los “favores” que hace.
El dobladillo en el pantalón azul. La noche en que cuidó a Olivia, porque
Marcela tenía entradas para ir al teatro. La vez que la ayudó a pintar el techo
del baño. O cuando fue a regarle las plantas, porque se habían ido de
vacaciones. También registra sus “regalos”.
¿Pero qué es un
“regalo”? ¿Es necesario gastar plata para hacer un regalo? No. Claro que no. Un
regalo puede ser cualquier cosa. Un juguete hecho con tapitas de gaseosas. Un
títere con una media y dos botones. Ese objeto olvidado que aparece en el fondo del cajón. O algo que encuentra en la calle.
O en un volquete. Lo limpia un poco y…¡Listo! ¡Ya es un regalo! Lo que Nuria no
entiende es por qué a veces no son bien recibidos. O directamente, los rechazan
con desprecio. Insiste en que los compró, pero nunca le creen. En esos
casos titubea. Mete y saca la mano en el bolsillo de su delantal, como si
tuviera algún tic nervioso. ¿Se agrega al cuaderno? ¿Se computa o no ese
carrito de muñecas un tanto oxidado? ¿Y ese rompecabezas con las piezas
mordidas? Por las dudas, los anota, pero con otro color, o a un costado.
Hay quienes se preguntan a qué se debe, de repente,
tanta filantropía. ¿De dónde surge esta nueva pasión por regalar y hacer
favores? ¿Acaso siente un placer genuino por dar y brindarse al otro, de manera desinteresada?
No. De ninguna manera. Lo que disfruta es escribir renglones y más renglones en
su cuadernito. Verlo completo. Eso le genera placer. Un placer inmenso. Saber
que ahí tiene algo valioso. Esas palabras entretejidas en los renglones son su
tesoro. Algo que puede sacar a relucir, cada vez que sea necesario. Como un
“Truco”. O un “Quiero retruco”. Un ancho de espadas bajo la manga. Ante
cualquier reclamo, enojo o discusión; ella saca su cuadernito a modo de escudo
protector.
Ahora la llama a Marcela, con las dos manos adentro
del bolsillo del delantal. Hace mucho que no hablan.
“Hola, ¿no? Si no te llamo yo, vos nunca me llamás”.
Así empieza. Y mientras espera una respuesta del otro lado, saca el cuaderno, abre
la página de Marcela y relojea su cuenta corriente. El año pasado le prestó tres
mil dólares. Hoy el dólar aumentó a 40,35. Se lo va a recordar. Subraya con
birome azul ese renglón para no olvidarse. El dobladillo en el pantalón azul. Hace
una cruz. La noche en que cuidó a Olivia. Cruz. La pintura del techo del baño.
Cruz. Cuando le regó las plantas. Cruz. ¡Ah! Y la torta de cumpleaños para
Olivia. Está anotada, justo abajo de todo. La torta que preparó con chocolate,
huevos y esa caja de leche que encontró al lado del poste de luz, en la vereda.
Tenía fecha de vencimiento de noviembre del año pasado, pero era larga vida.
Seguro podía durar un poco más. ¿O no significa eso “larga vida”?
“Mamá, ¿estás ahí? ¿Me escuchás? Te decía que no te
llamé antes porque estaba en el hospital. Estamos todos intoxicados, con
diarrea y vómitos. Los nenes de la salita de Oli están igual. Todos intoxicados.
Se ve que algo del cumple estaba en mal estado.”
Con la misma birome azul, tacha la torta de cumpleaños
de Olivia del cuaderno rojo.
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