Siete cabezas




El día en que mamá trajo las siete cabezas, no lo esperábamos. Por supuesto que no. 
Hasta ese momento, había traído algunas cosas a casa. Pequeñas. Decorativas. Útiles. Algunas no tanto; pero, al menos, eran pintorescas. Una vieja picadora de carne, con manivela. Una cámara de fotos de las antiguas. Conseguía una o dos más y enseguida se convertían en una colección. Y así fue como las colecciones empezaron a poblar la casa. Poco a poco; invadiendo, las repisas, los aparadores, las bibliotecas, y hasta los costados de las escaleras. Colecciones de planchas de hierro. Sifones. Relojes. El living se había convertido en una gran feria de antigüedades. Un San Telmo sin turistas, con capas y más capas de polvo.
Ese abril había fallecido mi abuela y mamá se había ocupado de vaciar la casa de Estomba. Una parte de las pertenencias se vendió. Otra, se tiró. Otra, se donó. Y otra gran parte fue a parar a nuestra casa. A nuevas pequeñas colecciones. Un tanto perturbadoras, hay que decirlo. Muñecas de porcelana con lesiones oftalmológicas. Frascos de medicamentos vencidos, color caramelo. Cofres con estampitas de santos, que apenas se distinguían entre tantas marcas de rouge. Rosarios, rosarios y más rosarios. La abuela estaba ahí, flotando entre sus cosas.  Las repisas ahora eran altares en donde nadie rezaba. Una gran catedral sin fieles, con capas y más capas de polvo.
Un día de mayo, mamá estuvo afuera durante toda la mañana. No dijo a dónde iba. Al mediodía llamó por teléfono a casa. Sonaba desesperada. Le costaba hilar una frase completa. Me pedía a los gritos el teléfono de Raúl, el fletero de la cuadra. Lo necesitaba. Era una emergencia. Había encontrado algo en un volquete. Al parecer, no podía moverse del lugar donde estaba. Tenía miedo de que alguien más se lo llevara. No daba detalles, pero por cómo sonaba parecía algo de mucho valor. Salí y ahí estaba el flete de Raúl; como siempre, arrumbado en la vereda, con el cartel colgado en la parte de atrás, donde se podía leer el número de teléfono. Se lo dicté número por número. Como respuesta solo escuché la respiración agitada. Me cortó sin saludar.
Estaba cayendo el sol y mamá todavía no llegaba. Ale había bajado unas tartas del freezer, porque empezábamos a tener hambre. Estaba encendiendo el horno y en eso, escuchamos la llave en la puerta. Era mamá. Alteradísima. Eufórica. “Chicas, rápido, vengan. Raúl, no puede bajarlas él solo. Son demasiado pesadas. ¡Vengan a ayudar!”.
Salimos a la vereda y las vimos: siete cabezas de yeso macizo. Monumentales. Cada una medía alrededor de un metro cúbico, sin exagerar. El tamaño de un bidet gigante. Siete. Después de una hora, logramos entrarlas ¡Mamá estaba en éxtasis! Le brillaban los ojos y hasta le había cambiado el tono de la piel. Se la veía rozagante. Como borracha o bajo el efecto de algún alucinógeno. “¿A quién se le ocurre tirar algo así? Díganme. La gente está loca. Miren lo que son. ¿Vieron algo parecido alguna vez? Una maravilla. Una  verdadera belleza”, no paraba de repetir frases como estas. Una tras otra, le salían de la boca, a borbotones. Hacía una pequeña pausa, nos miraba como esperando un aplauso, y seguía: “El destino me las puso en el camino. Menos mal que preferí ir a pie en lugar de tomarme el colectivo. Porque de otra manera, nunca las hubiera encontrado.”
De a poco, toda su alegría empezó a diluirse como una gelatina sin sabor. Enseguida notó que la mirábamos raro. 
Ale le preguntó cuánto le había costado el flete. Yo, dónde pensaba meterlas. Y por qué había traído las siete. Por qué no una sola. ¡Si eran imposibles de mover! ¡Y para qué mierda las quería! Mamá estalló en llanto y se fue a dormir sin hablarnos. Masculló algo así como que no la entendíamos y dio un portazo.
Amaneció a la mañana siguiente con los ojos rojos como dos pimientos. Había estado llorando toda la noche. No nos animamos a hablar del tema y desayunamos en silencio.

Cinco meses estuvieron en casa las cabezas. Ubicadas en diferentes rincones, para no tropezarnos con ninguna. Había una en el baño, que nos miraba cada vez que salíamos de la ducha. Otra en mi habitación. Me ponía el corpiño debajo de las sábanas, porque me intimidaban sus ojos blancos. Había una en la cocina. Arriba habíamos puesto el tacho de basura y al poco tiempo ya estaba repleta de manchas de café molido y yerba. Otra en el patio, rodeada de potus y suculentas. Dos más, en el living, La última, en el estudio. Una isla de Pascua, sin volcanes, con capas y más capas de polvo.
Cinco meses en total convivimos con las cabezas. Hasta que un buen día, se fueron. No supimos cómo. Volvimos del colegio y ya no estaban.
Cierro los ojos y me imagino a mamá, despidiéndose de ellas. Son esa familia que está subiendo a un barco, rumbo al exilio, y que ya no volverá a ver. Son también esa madre, que se fue, y no pudo decirle adiós. Y, entonces, puedo entender un poco más. Esa sensación de vacío tan grande que ni siquiera siete cabezas colosales pueden llenar.


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