El Rey Osagboro

"El Rey Osagboro"
Editorial CIDCLI - México 2011
Textos de Gabriela Burin
Ilustraciones de Anabella López

El Rey Osagboro adoraba el oro. Era conocido por su enorme corona en el mundo entero. Un séquito de orfebres lo visitaba a diario para agregarle nuevos adornos y piedras preciosas, dejándola así cada día más grande.
Había ordenado quitar la cúpula del palacio, para que su corona pudiera seguir creciendo. Y se había hecho tan alta que atravesaba las nubes. Y tan grande y pesada que había optado por no quitársela, ni para dormir.

El Rey Osagboro también era conocido por su enorme boca. Siempre estaba abierta y no dejaba de dar alaridos. Retumbaban todo el día por las paredes del palacio, en forma de eco.
Desde la mañana, filas de doncellas y más doncellas, corrían por las galerías, con bandejas repletas de pasteles y panecillos, infusiones y jugos de fruta, respondiendo a los alaridos del rey.

Cuando al Rey lo dejaban solo y se retiraban hasta la otra punta del palacio, oían de nuevo sus quejidos. Las migas del desayuno en su barbilla lo molestaban y exigía ser bañado. Entonces, nuevas filas y más filas de doncellas aparecían corriendo con jabones, sales y ungüentos. Una vez que el rey estaba limpio, las doncellas
se alejaban lo suficiente para poder descansar, pero ni bien se sentaban en las reposeras, volvían a escuchar sus gritos.


Otra vez lo mismo: filas y más filas de doncellas y más doncellas.

De esta manera transcurría el día en el palacio. ¿Y la noche? Igual. El Rey Osagboro tenía pesadillas y debían correr a contarle cuentos y a cantarle canciones de cuna.

Era un fastidio para las pobres doncellas, pero no tenían escapatoria: las ventanas y las puertas estaban enrejadas y protegidas por dos guardias enormes. Y ni hablar de desobedecer. Conocían el triste final de las que lo habían intentado. Hacía años que correteaban día y noche, sin descanso. Sus pies les dolían y ya no corrían tan rápido como antes.

En realidad, corrían tan lento que habían comenzado a servir el desayuno a la hora del almuerzo y el almuerzo, a la hora de la merienda.

El rey estaba cada vez más furioso, y un día ordenó: “¡Córtenles la cabeza!”.
Sin embargo, tuvo que echarse atrás cuando uno de sus consejeros le recordó que quedaban muy pocas doncellas en el reino.

Después de meditarlo por horas, llamó a sus orfebres. “Quiero una solución en oro”, les dijo, “¡Patines de oro para cada una de mis doncellas!”. Así podrían trasladarse con mayor rapidez por el palacio, sin la excusa de sus talones doloridos.

Los orfebres tardaron algunas semanas en terminarlos. Cuidaron que cada cordón, cada rueda, cada plantilla, de cada par de patines, fuera de oro. Y, cuando estuvieron listos, fue un verdadero desastre: Doncellas con
fracturas de tibia y peroné. Bandejas de cerámica destruidas. Manjares reales por toda la alfombra. El rey bañado en jugo de maracujá.

Los patines no duraron, pero el Rey Osagboro no se dió por vencido. Convocó nuevamente a sus orfebres y les ordenó: “¡Quiero triciclos de oro!”. Serían vehículos sofisticados y de un perfecto equilibrio.
Llevaron más tiempo que los patines pero, a las pocas semanas, estuvieron listos.
Eran tantos y tan imponentes que no cabían en las galerías. Se chocaban entre sí. Los embotellamientos eran eternos. Y los desayunos, almuerzos, meriendas y cenas nunca llegaban a destino.

El Rey Osagboro ya estaba de un humor espantoso. Hasta que se le ocurrió una idea. Esa misma tarde, cuando los orfebres fueron a verlo, les encargó un nuevo trabajo. “Quiero alas de oro para cada doncella”.

¡Fue maravilloso! A cada pedido, con un solo agitar de alas, las doncellas estaban ahí al instante.

Pero esa noche el Rey Osagboro tuvo una pesadilla terrible: Las doncellas se iban volando.

Se despertó a los gritos. Y gritó, gritó y gritó. Pero no hubo cuentos, ni canciones de cuna para calmarlo.

El rey no volvió a saber de ellas.

Eso sí, de vez en cuando, en la punta de su corona, muy cerca de las nubes,siente un suave tintineo. Quizás sea alguna de sus doncellas volando por los cielos de
su reino.

F I N

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