En el mercado

Esa señora con dos trenzas rojas me mira con pena. Puede que, desde ahí, huela mis tormentos.

Camino unos pasos y me acerco a ella. El mercado está repleto de frutas, colores y polleras apuradas; pero en el puesto de las sandías sólo estamos la señora de trenzas y yo.

¡Qué parecidas somos! Nosotras. Y las sandías. Y nosotras a las sandías: Duras y secas por fuera. Húmedas y frágiles por dentro.
Ella está siendo atendida y elige las sandías más grandes. Las pesa y las observa con detenimiento. Mientras, yo tomo una sandía, y espero mi turno. Cuando nota que estoy a su lado se voltea y me mira una vez más. Puedo ver mi cara reflejada en sus ojos vidriosos. De repente, baja su mirada. Guarda las sandías en su chango vacío. Acomoda su vestido a volados. Le paga al vendedor y, justo cuando está por irse, me mira por última vez y me envuelve en un abrazo.
Entonces, rompo en llanto.

La sandía que llevo en mis brazos se cae. Se abre. Y deja ver a todos su interior. Húmedo. Frágil. Delicioso.

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