Pequeño olvido

Se conocieron siete veces.
La primera vez, fue en un barco. Sus miradas se cruzaron por un instante, pero no se prestaron atención.
La segunda, en la calle. Alguien en común los presentó. Fue muy rápido todo. Y cuando se despidieron ninguno recordaba ya el nombre del otro.
La tercera, fue en un congreso, pero sólo se saludaron.
La cuarta, se sentaron muy cerca, e intercambiaron algunas ideas.
La quinta, fue en una fiesta de disfraces. Él era un queso gruyere, y ella, casualmente, una aceituna negra. Bailaron, toda la noche, sin hablar.
La sexta, fue de casualidad, en un colectivo lleno, y les incomodó bastante no recordar sus nombres.
La séptima vez se enamoraron. Y dejaron de ser dos desconocidos.
Empezaron a salir y a verse más seguido. Se llamaban por teléfono dos veces al día y hablaban por horas. De la vida. De la muerte. De los sueños. Del futuro. De los dioses. De los miedos. Y, tres veces por semana, se veían. Cuando el día estaba lindo, salían a andar en bicicleta. Caminaban por la costanera. Veían atardeceres. Tomaban helado en un parque. Se hamacaban al sol. Y, cuando estaba feo, se quedaban en una casa. Escuchaban música. Se bañaban juntos. Comían panqueques. Se emborrachaban. Se reían. Se hacían cosquillas. Se abrazaban. Se besaban.
Sin embargo, ya se habían visto tantas veces, que ninguno de los dos se animaba a preguntarle al otro su nombre. ¡Sería una vergüenza espantosa!
Fue así como comenzaron a hacerse cada vez más común entre ellos todo tipo de nomenclaturas.
“Bichi, ¿No me pasarías el dulce de leche?”
“Si, Cielo, te lo paso. ¿Algo más te paso?”
“Un beso, Muñemuñe, un beso”
“Cuchicuchi, tres besos te paso si querés.”
“Y el queso crema, ricurita”
“Si, corazón. El queso crema. Acá tenés. El dulce. Acá tenés. Y tres besos”.
“Gracias, por el dulce, dulce”

Para quien los escuchara, parecía tratarse de una pareja acaramelada. Pero era peor que eso.
El tiempo pasó y de manera tácita Lorenzo dejó de ser Lorenzo, para convertirse en “Bichi”, “Muñe” o “Cuchicuchi”. Y Eugenia dejó de ser Eugenia, para convertirse en “Cielo” “Miamor” o “Ricura”.
Y así fue como, de repente, un día, ninguno de los dos recordaba su propio nombre. Y, junto a eso, se habían olvidado de cómo eran realmente. Cada uno era quien era, pero en función del otro. Y ya no tenían conocimiento de sí mismos.
Pero lo terrible ocurrió el 28 de octubre del 2007. Elecciones presidenciales en la República Argentina. Esa mañana, ambos hurgaron por toda la casa hasta encontrar su documento. Y, como si fuera un delito, un acto pecaminoso, lo guardaron sigilosamente en sus respectivos bolsillos.
Caminaron juntos hasta la escuela en donde les tocaba votar. Y, una vez adentro, se separaron. Cada uno se dirigió hacia su mesa electoral. Sacaron su documento nacional de identidad del bolsillo y miraron detenidamente: primero la foto, la huella dactilar, la firma, el número de documento y, finalmente, el nombre y el apellido. Y entonces, cada uno, recordó.
Al salir del cuarto oscuro, Eugenia Suárez y Lorenzo Giménez no volvieron a verse. Nunca más.

Comentarios

Anónimo dijo…
A veces es bueno ponerle nombre a las cosas, no?

Inclusive a las personas.