Mirada colectiva

Subo.


Las caras de siempre. Apretujadas. Grises. Hago un paneo general y lo confirmo: son todas iguales.

Me detengo en un hoyuelo. No es atractivo. Pero sí, profundo. Lo miro y me sumerjo en él. Hasta llegar al fondo. Hasta sentirme asfixiada. Entonces salgo y descanso mi mirada en otra parte.

En los labios de una señora. Que se mueven. Se fruncen. Articulan frases. Salivan. Y salpican a la mujer que está sentada al lado: Unos ojos enormes, cubiertos por pestañas impregnadas de rimel. ¡Horas y horas de aplicación! Quizás fue en un baño, esta misma mañana. Sentada en un inodoro. Una mano sosteniendo su espejo y la otra, frenética, superponiendo capas y más capas de esos grumos negros.

Ahora parpadea. Agita con fuerza sus pestañas. Cierra sus ojos. Baja su cabeza. La levanta. Y dirige una mirada penetrante al señor de traje, que está parado frente a ella, con migas de tostada enredadas en su bigote. De repente se siente intimidado, y una suerte de tic nervioso se apodera de él. Sacude su torso, su cabeza. Una miga se desprende de su bigote, cae, y ahí se queda: indefensa, atrapada entre dos pestañas azabaches. Junto al hombre de bigotes, hay más gente parada. Una superposición de cuerpos, transpiraciones y angustias. Tocamientos y fricciones. Se rozan, casi íntimamente, pero sin saber nada el uno del otro.


Belgrano y la Rioja: Miro hacia afuera. Y, como todas las mañanas, ese mendigo desayuna cerveza. Habla con su perro y le sonríe. La misma imagen que se repite, día tras día, casi sin variantes. Junto a él, la gente camina. Y los gatos. Y los perros. Y los carteles siguen gritando sus frases. Medialunas que prometen. Bares. Gente sentada en las mesas. Mojan sus medialunas en el café con leche. Y así, chorreantes, las llevan a sus bocas y las engullen. Me invaden sus ruidos. Los de los carteles, que gritan y los de las bocinas de los autos, y más cerca de mí, los de las personas. ¡Gritan, hablan, resoplan, suspiran!

Plaza Misere: entra más y más gente. Una larga fila y, en la punta, Juan. Ese viejo que vende los boletos. Como los lagartos cuando atrapan moscas, Juan saca su lengua, lame su dedo y la vuelve a guardar. Con sus dedos ya húmedos, cuenta los billetes, separa los boletos y empuja la cintura de esa mujer gorda hacia adentro, para que la puerta pueda cerrarse. El colectivo ahora está lleno. Y esa señora no imagina que acaba de ser tocada por los dedos salivados de un lagarto.


Bartolomé Mitre. Paso. Mucha lencería. Carteles y más carteles de mujeres en ropa interior. Nenas en ropa interior. Y nosotros mirando su semidesnudez desde la ventanilla. Se meten en mis retinas, con furia. Sus puntillas. Sus colores. Y en las retinas del señor que está sentado a mi lado. Con su mejilla pegada al vidrio de la ventana, parece bastante interesado. Pero no, vuelvo a mirarlo y está profundamente dormido. Estará soñando con mujeres semidesnudas, pero no las está mirando en los carteles. O tal vez sueña con algún viejo amor. Que perdió o está muy lejos. Y por eso su expresión se ve tan triste. Su cabeza descansa contra el vidrio y su boca, entreabierta, deja escapar un hilo de baba. De repente el colectivo frena y todo su cuerpo se balancea de lado a lado hasta caer sobre mi hombro. El derecho. Y con todo su peso sobre mí, sigue durmiendo como si nada. Lo siento muy cerca. Su barba me raspa. Y su hilo de baba sigue fluyendo hasta humedecer mi cuello. Imagino sus sueños, sucios y tristes, transcurriendo dentro de su cabeza, tan cerca de la mía, y dejo de sentir compasión por él. Entonces comienzo a insinuar movimientos leves con mi hombro, intentando despertarlo, pero no da resultado. Me muevo de manera un poco más violenta, y esta vez con todo mi torso. Sin embargo no logro empujarlo hacia la ventanilla donde estaba en un principio, ni mucho menos despertarlo. Su cabeza sigue en mi cuello. Siento mi escote algo húmedo. Su baba fluye. La gente me mira y se sonríe. Me siento incomoda, humillada. Su barba me pincha con insistencia. Su saliva me moja. Su pelo me hace cosquillas. Y, todo su cuerpo, me pesa una inmensidad. ¡Pero no puedo levantarme! Sería relegarme, darme por vencida. Y tampoco quiero perder mi asiento. Cierro mis ojos con fuerza y trato de no sentir. De abstraerme. “Soy un ave” Me repito. “Estoy volando sobre inmensos montes nevados” “Soy liviana” “Ya nada me perturba”. Escucho que baja gente. Se desocupa un asiento detrás mío. Perfectamente podría sentarme, sí, pero sería algo cobarde de mi parte. Quedamos cinco pasajeros y un profundo silencio. En el colectivo nadie habla y los sonidos más mínimos dejan de pasar desadvertidos. Las monedas cayendo sobre el suelo. El bostezo del señor de bigotes. Los dientes mascando chicle de la señora de pestañas. La cartera que se abre de una mujer de vestido. Y el viento soplando contra la ventanilla.


Pero hay algo que no logro escuchar: La respiración del hombre que desde hace 40 cuadras yace sobre mí.



Bajo.

Comentarios