Esas 3 señoras

Controlaban cada uno de sus pasos. Cuando iba al baño. Cuando salía con alguien. Si recibía visitas. Qué les convidaba. Qué ropa interior usaba para cada ocasión. Y con qué frecuencia las lavaba.
Se guiaban por algunos sonidos. Como el del resorte de su cama. De sus tacos. O de sus cañerías. Y por pequeños indicios; una persiana entreabierta, una luz encendida o el contenido de su bolsa de basura. Los sábados por la tarde era el día más esperado por ellas: Cuando Alessandrina asistía a sus clases de piano, tomaban prestada su correspondencia por algunas horas; abrían carta por carta, delicadamente, al vapor de una pava. Las leían mientras tomaban el té, durante toda la tarde. Las recitaban, las declamaban, se emocionaban y, a las cinco en punto las volvían a cerrar, una por una, con extremo cuidado, y las devolvían en su buzón.


¡¡¡ Esas tres señoras horrendas del piso de abajo!!! ¡¡¡Sabían absolutamente todo de Alessandrina!!!
“¿Por qué no se habrá bañado hoy?”, se preguntaban en el desayuno y charlaban largamente de ese tema durante toda la mañana. Cuando al fin escuchaban el ruido de la ducha, avanzada la noche, suspiraban aliviadas: “¡No ha perdido sus hábitos de higiene!”. Asentían. Festejaban. Y aplaudían.
Después de horas y horas de atender pacientes en el consultorio donde trabajaba como asistente dental, Alessandrina llegaba cansada a su departamento. A veces no con el mejor de los aspectos, ni con la mejor de las sonrisas. A esas alturas del día, su maquillaje solía estar corrido, y su peinado, impresentable. Y ahí estaban ellas para recibirla, en el palier. Nunca un saludo. Comentando a sus espaldas. Susurrando. Resoplando. Gesticulando.
Al principio la detestaban y criticaban cada uno de sus actos. Pero, con el pasar de los meses, comenzaron a sentir un inmenso cariño por Alessandrina. Conocían absolutamente cada detalle de su persona. Hasta algunos que ella misma ignoraba.
Ocurrió así durante un año entero, desde su llegada al edificio. Pero Alessandrina vivía tranquila, sin siquiera sospecharlo. A veces se sentía algo intimidada por las miradas de sus vecinas, pero nada más.
Hasta que algunas situaciones extrañísimas comenzaron a sucederle.
Una mañana de otoño fue al banco a pagar unas cuentas y se sorprendió al ver que su crédito hipotecario había sido saldado el día anterior.
El día de su cumpleaños Nº 28 encontró en la puerta de su departamento un enorme pastel de manzanas, decorado con un moño turquesa.
Al día siguiente de recibir la carta que le informaba sobre el fallecimiento de su padre, sus tres vecinas la saludaron con calurosos abrazos, lágrimas y una corona de flores.
Entonces notó que algo raro ocurría con el comportamiento de sus vecinas. Enseguida se lo atribuyó a un exceso de instinto maternal, y no se despreocupó. Sonaba lógico: Ninguna de las tres mujeres había tenido hijos y tenían mucho amor acumulado.
Le inspiraron ternura, en un principio. El primer día.
Pero al poco tiempo podía ver, por todos lados, a esos 6 ojos, mirándola constantemente a través de la ventana. Cuando compraba algún producto en oferta, no muy recomendable, resoplaban al unísono. Cuando combinaba mal su ropa interior, ellas le quitaban el saludo. Y cuando volvía por la madrugada con aquel hombre casado, también.
La tarde del 9 de Julio Alessandina se descompuso y tuvo que regresar del trabajo unas horas antes. Se tomó un taxi. Llegó al edificio. Subió las escaleras. Buscó las llaves y entró a su departamento. Y allí estaban. Las tres. Tumbadas en su sillón. Haciendo migas por doquier con sus bizcochos de maicena. Mirando un álbum con fotos de su infancia. ¡Emocionadísimas!
Alessandrina estaba alterada. Gritaba. Las echaba de su departamento. Gritaba más fuerte. Las tres señoras le imponían sus caricias y le suplicaban que por favor las perdonase. Entonces Alessandrina gritó y gritó y gritó, más y más fuerte, hasta que al fin consiguió que se fueran.
Cuando al fin estuvo sola, armó una valija, se tomó un taxi y se mudó a la casa de su madre. Pensó que había sido algo terminante.
Pero no alcanzó. A los pocos días su casilla de mail estaba desbordante. Su cuenta bancaria también. El barrio de su madre, colmado de pasacalles con palabras de afecto y pasteles de manzana con moños turquesa.
Y allí estaban, las tres, cada tarde, esperándola a la salida de su trabajo, con un pastel o una corona de flores. Regañándola por no estar lo suficientemente abrigada o por seguir viéndose con aquel hombre casado. “¡Tiene bigotes! ¡Los bigotes transmiten microbios!”, le gritaban a coro mientras ella entraba corriendo a la boca del subte.
Y otra vez al día siguiente. Llegaba temprano a su trabajo, más temprano que de costumbre, y ahí estaban las tres, en la sala de espera. Leyendo revistas viejas de chimentos y pidiendo turno para tres tratamientos de conducto. Alessandrina no quiso atenderlas. Y no por descortesía. Sí, la aterraban; pero, al margen de ese detalle, ninguna de las tres tenía dientes propios. Y otra vez al día siguiente. Pidiendo implantes. Reparaciones en sus dentaduras. Pernos. Coronas. Y Alessandrina no las atendía. Y ellas se iban, sí, pero al llegar a la casa de su madre, ahí estaban de nuevo.
A donde dirigía su mirada, ahí estaban, las tres. En la cola de un cine. Alimentando a las palomas en la plaza. En el supermercado. ¡En todos lados!.
Alessandrina debió deportar y ahora vive exiliada en París. En un nuevo departamento. Con un nuevo novio. Un nuevo trabajo. Y un nuevo nombre.
***
Sin embargo, nunca pudo olvidarlas. Sueña con ellas todas las noches. Cierra tres veces la puerta de su casa con llave y ha dejado de usar tacos.


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