Romance postal

Lía vivía en Buenos Aires, Argentina, en el barrio de Almagro. En un departamento con empapelado de flores doradas, en la calle Guardia Vieja.

Blas, un poco más lejos. En Berlín, Alemania, en el barrio de Pankow. En un departamento con bastante humedad, en la calle Kastanienallee.

Unos cuantos metros los distanciaban. Y unas cuantas horas, también.
Cuando para Lía era de día, para Blas era de noche. Y cuando para Lía era de noche, para Blas era de día.
Cuando Blás estaba atendiendo su tienda de salchichas, ubicada a dos cuadras de la estación de subte Senefelderplatz, Lía estaba durmiendo en su cama entre sábanas almidonadas soñando vaya a saber uno con qué. Y cuando Lía estaba horneando sus galletas de miel, Blás estaba jugando cartas con sus amigos en alguna cervecería del centro.

Pero había muchas otras cosas que los distanciaban. Todavía más.

Ella andaba siempre por su casa en patines, por el encerado.
Él iba en patines al trabajo, porque no tomaba subtes.
Ella aspiraba todo el día su parquet.
Él, el humor del cigarrillo. Y luego arrojaba las colillas de cigarrillo por todos los rincones de su alfombra.
Ella usaba medias de lana en verano, para no despertar a sus vecinos.
Él ercutaba a cada paso con gran estruendo.
Ella purificaba el agua antes de beberla.
Él se tomaba hasta el agua de los floreros.

Todo iba bien. Hasta que se conocieron.

Lía había enviado una carta a un servicio de correo sentimental en junio de 1990. Pero el servicio postal argentino en ese momento estaba atravesando serios problemas gremiales. Todo el gremio estaba en huelga y la protesta consistía en mezclar los remitentes y los destinatarios de todas las cartas. Jamás habían tomado una medida tan radical. Así fue como, durante ese año, los carteros y demás empleados postales de la Argentina recibieron un incremento en su salario. Y así fue como Blás terminó recibiendo la carta de Lía.

Al principio fue complicado. Lía no entendía una sola palabra de alemán y, cuando se fijaba en el diccionario, hubiera preferido ni enterarse.
A la segunda y tercera carta, las palabras eran un poco más amigables. Entonces Lía comenzó a responerle, con palabras aisladas que sacaba del diccionario. Como ser: "Hallo. Ich bin Lia. Ich bin ein Lehrer. Ich bin eine Frau. Ihr? Küsse" Queriendo decirle en realidad: "Hola. Soy Lía. Soy profesora. Soy mujer. Tu? Besos".

Poco a poco, Lía esperaba cada carta con más ansias que la anterior. Había empezado un curso acelerado de alemán los martes y jueves, para poder escribirle. Y con el pasar del tiempo las cartas siguieron. Y siguieron.

Lía escribía en un alemánfluido, y Blás aprendió algunas frases en español. Como ser: "Hola. Blas. No mujer. Salchicha". Y así, durante 5 hermosos años Lía y Blas, mantuvieron correspondencia amorosa.
Ambos habían preferido no enviarse fotografías (ninguno era demasiado fotogénico). Ni preguntar demasiado acerca del otro (para no ser entormetidos). Ni contar demasiado acerca de sus propias vidas (por miedo a disgutar). eso sí: eran cartas larguísimas.
Y así, siguieron enviándose cartas y más cartas y más cartas y más cartas y más cartas durante tres años más. Los suficientes como para que los pelos de la nariz de Blas crecieran y sobresalieran de sus fosas nasales, en forma de rulo. Los suficientes como para que Lía horneara potes y más potes de galletas de miel, y engordara sus caderas.

Y los años pasaban, hasta que un día de abril de 1999 Blas decidió ir a buscarla. Viajó teniendo que abandonar su casa, su empleo y su gata. Por exceso de equipaje, quedaron en el aeropuerto.

Intentó hacer llegar aquella galleta de miel hasta su lengua pero un grito ahogado lo detuvo. "¡¡¡Migas!!!" La miró sin comprender. "Acabo de aspirar, tesoro". Entonces se imaginaba con un gran candado y en el fondo del mar, como un verdadero tesoro al que nadie jamás descubre. Sintió tal encierro que se llevó todo el paquete de galletas de miel al jardín, bajo un jacarndá. Envuelto en migas y más migas pudó sentir el sabor de la libertad.

No tenían tema de conversación. Un día, intentó hablarle del clima. Pero no hubo caso. Vió su reflejo en el parquet. Qué miserable se sentía.

continuará...

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