Mi presente en Catedral

Una luz amarilla se escurría por la ventana. Diego todavía dormía. Desde la cocina, mientras tomaba mi café, escuchaba la música que su barba de 3 días hacía contra la almohada. Me puse las botas, y salí.

Caminé algunas cuadras hasta llegar a la boca del subte. Lo esperé unos minutos hasta que llegó, completamente vacío. Me recosté en uno de los asientos alargados, canté en voz alta algunas estrofas de una canción de Ella Fitzgerald, y abrí mi cartera. Una vauquita sin terminar. Una lima de uñas. Pruebas y más pruebas para corregir. Y ese libro, de tapa anaranjada, que Violeta me había regalado en el ´89 y nunca había terminado de leer. La dedicatoria seguía ahí, veintidós años después. “Paquita: Olvidé mi presente en Catedral. Aún así, te quiere mucho. Tu amiga, Kokó”.
Nunca entendí que me había querido decir, pero me recordaba a ella. En el ´90 nos habíamos visto por última vez. Una vez más, cerré el libro antes de llegar a la página 20. Estaba en la estación “Bulnes”. Me había tomado el subte “A Congreso” en lugar de “A Catedral”. Miré mi reloj, eran las 9:45. Mi clase de historia, se convertiría en “hora libre” en exactamente quince minutos.

Recostada en mi asiento, pude avanzar algunas páginas más. Me bajé en Congreso. Subí la escalera mecánica. Caminé unas cuadras y me detuve en una puerta que me era familiar. El edificio del consultorio de la Lic. Chevalier: mi terapeuta del ´89. Año bisagra en mi existencia.

Una señora me dejó pasar y entré al consultorio. Ahí estaba yo, a mis 17 años, recostada en aquel diván rojo. Recordé cómo me erizaba la nuca aquel terciopelo. Lo que había olvidado eran mis problemas, que comencé a escuchar, recitados por una vocecita muy parecida a la mía, pero con menos carraspeo.

Saludé pero nadie me contestó. Saltiqué en mi lugar, pero no notaron mi presencia. Hice algunas morisquetas, pero no, la sesión continuaba como si yo no estuviera ahí. Me senté en la falda de mi terapeuta (¡siempre lo había deseado!) e intenté escuchar mis viejos problemas. ¡Eran tan insignificantes! Ahí estaba yo, recostada, llorando, con esa voz aflautada y estúpida. ¡Exasperante! No pude evitar gritarme: “¡El acné no es un problema digno de analizar!”, “¡Fernando nunca se va a fijar en vos!”, “¡Y menos con esa ropa que llevas puesta!” Y así, seguí, confiando en que no podía oírme, dándome a mí misma los consejos que nunca recibí. “¡No dejes esa carrera en el ´92!”, “¡Cuando un tal Esteban intente seducirte, no lo escuches! ¡Arruinará los mejores años de tu vida! ¡Para qué! ¡Para nada!” “¡No le pidas disculpas a tu hermana por el pullover bermellón que quemarás accidentalmente con la estufa! ¡Escupele en la cara! ¡Años después, lo tendrá bien merecido!”. Ya un poco agitada, bajé las escaleras hasta el hall de entrada y me tomé el subte “A Catedral”.

Otra vez : vacío. Bajé en Pueyrredón. Caminé algunas cuadras. Esperé encontrar a Diego despierto para desayunar juntos bajo la luz amarilla que se escurría por la ventana.

Pero Diego ya no estaba. Ni mi casa. Ni la ventana. Ni la luz amarilla.

Crucé al Café de la esquina, me pedí un capuchino con canela. Abrí mi cartera : las pruebas ya no estaban. Pero el libro seguía ahí. La dedicatoria, también.

Y esta vez sí: terminé de leerlo.

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