Palomo



En el trabajo me llaman “Palomo”.

Todo empezó un domingo. Ahí estaba yo: una vez más sin poder levantarme. Pero esta vez, no por sueño.

Por mi almohada.

Ya no estaba impávida, bajo mi cabeza, como todas las mañanas. La sentía por todos lados, acariciándome. Sus pliegos y texturas rozaban cada porción de mi piel. Hasta mi axila y demás recovecos que uno no imagina como “acariciables”.

¡Y justo ese domingo! ¡Que tenía tantas cosas para hacer! ¡Tantas! ¡Una más importante que la anterior! Lo que menos deseaba era quedarme remonoleando con ella toda la mañana. Si al menos se hubiese ofrecido a traerme el desayuno. ¡Ni eso! No hacía más que susurrarme palabras pegajosas al oído. Opté por darle la espalda. Pero ahí estaba de nuevo. Cosquillas en mi nuca. Lengüetazos. Me escondí bajo las sábanas. Ahí estaba. Una vez más. Casi adherida a mí.

Supongo que todo terminó de un modo horrible. No imagino otras opciones. Tampoco las recuerdo. El domingo se hizo lunes. Llegué temprano a la oficina. De traje, si. Pero cubierto de plumas.


“¡Ahí llega Palomo!”, gritan siempre que me ven venir.

Comentarios