Hundimiento matutino

Enrollada en quince sábanas blancas. La primera transpirada. La tercera arrugada. Y las siguientes doce, todavía bostezando. ¡Pero es que estaba hundida en su colchón! ¡Hundida! ¿Y las segundas? No había segundas. Es que no sólo estaba hundida en su colchón y enrollada en 15 sábanas blancas, transpiradas, arrugadas, bostezas. También la cubrían veintiocho frazadas; la primera tejida a telar por su abuela, la de trescientas arrugas y una única sonrisa; la tercera comprada en el Ejército de Salvación del barrio de Pompeya, a un precio que no se animó a discutir; y las siguientes veinticuatro, provistas de texturas y asperezas, adquiridas luego de sesenta y cinco desayunos con su ex pareja, en donde las migas y las manchas de café se mezclaban una y otra vez con las caricias y los pliegos de las ropas, los pijamas, las quince sábanas, que eran catorce en ese entones, y las veintiocho frazadas. Veintiocho. Que ahora hacían peso y más peso para hundirla más y más y más en las entrañas de su colchón. ¡Haberla visto! ¡Pero es que no se la veía ya! ¡Había sido succionada por su propia cama! ¡Succionada! ¡Haberla visto!
Sus párpados se arrastrarían hasta llegar a la cocina, donde intentarían preparar el desayuno. ¡Imagínense! ¡Los pobrecitos! Nunca antes instruidos para servir cereales…
Desde su cama, con los ojos muy abiertos, pues sus párpados ya no la acompañaban, se figuraba la cocina, ella descalza, y más tarde, sus pisadas, crocantes, sintiendo las bolitas de cereales deshacerse en las plantas de sus pies, las migas escabulléndose por entre las separaciones de sus dedos. ¡En el meñique! Muchas se instalarían allí
¡Pero es que seguía hundida es su colchón! ¡Nunca llegaría hasta la cocina a transitar la alfombra de cereales!

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