El inicio de una historia. O todo lo contrario.



Había una vez un Sr. llamado Mosco. Aquel era un día muy triste en su vida. Como todos los demás.
El diariero había olvidado una vez más dejarle el periódico en su puerta. Qué iba a ser entonces de su domingo. Buscó desesperadamente su agenda. No. No le quedaban tareas pendientes, ni citas médicas, ni cuentas por pagar. Todo al día. Nada por hacer. Buscó en el índice telefónico. A B C D E F G H I J K… Nadie a quién llamar. “Un momento!! L, L, L. Lorenzo.” Se alegró el Sr. Mosco. “Aquel compañerito del jardín. Tan querido. ¿Me recordará?. Sería muy interesante compartir un café y recordar los viejos tiempos, contarse qué fue de las vidas de cada uno durante los últimos 40 años”. Pero no. La sonrisa desapareció de su cara. No tenía nada para contarle. Seguramente Lorencito ya se había casado, tenía algún hijo, o al menos estaba trabajando en algo interesante. ¿Y él? Bien, gracias. Mejor no preguntar.
Encendió la radio. A.M. El gran circo llegó a la ciudad. Llamó por teléfono y reservó una entrada.

Dos horas después, con mucho olor a colonia de bebés y talco, el Sr. Mosco estaba sentado en primera fila de la platea. Rodeado de niños llorando. Sintió húmedo su pelo. Un niño lo babeaba desde la fila de arriba. El Sr. Mosco cubrió sus pochochos. La función estaba por comenzar. Se apagaron las luces. Se abrió el telón.

Presentador. Rutina de payasos. El Sr. Mosco aplaude. Presentador. Rutina de acróbatas. El Sr. Mosco se tapa los ojos. Presentador. Rutina de domadores. El Sr. Mosco se esconde bajo su asiento. Presentador. Rutina de trapecistas. El Sr. Mosco bosteza. Presentador. Rutina de siamesas malabaristas.

El Sr. Mosco se enamora.

Aquel Sr. llamado Mosco se quedó mirándolas fijamente durante toda la rutina. Las pelotas de plástico volaban por los aires. Cómo ángeles. Y aquella mujer que parecían dos, o aquellas dos mujeres que parecían una, las tomaban y las lanzaban, una y otra vez. Como ángeles. Todo parecía ser ángeles para los ojos del Sr. Mosco. Se encontraba en el cielo. Sus pupilas se dilataron. Su pochocho se desparramó por el piso. No podía dejar de mirarlas. Nunca había visto algo semejante: las dos mujeres más hermosas compartiendo el cuerpo más hermoso. O el cuerpo más hermoso con dos cabezas, muy lindas también. Hermosas. Hermosas. Y conocedoras del difícil arte de revolear pelotas.
Clavas también.
Unos sapos.
Espadines.
Y antorchas con fuego.
¡Suficiente! El Sr. Mosco no pudo contenerse ni un segundo más. Lanzó un alarido. Escupió y escupió a más no poder, hasta apagar las antorchas, que amenazaban las preciadas vidas de la/s mujer/es de su vida.

Fue expulsado del anfiteatro y del circo, siendo declarado “persona no grata”.
El enano Morgano lo llevó arrastrando hasta la salida y lo metió en un taxi por la fuerza.

El Sr. Mosco se encontraba nuevamente en su departamento, cortando y emprolijando sus ficus. Él sólo quería pasar su domingo solitario con un poco de entretenimiento sano. No estaba en sus planes enamorarse de las siamesas malabaristas. O al menos no tanto. Ahora estaba loco de amor. Y loco no es sólo una expresión. El Sr. Mosco simplemente enloqueció. Con decir que, desde aquel domingo, comenzó a contar los segundos que faltaban para el domingo siguiente. 604800, 604799, 604798…

Al día siguiente ocupó su mañana en hacer un curso acelerado de pastelería y repostería romántica, para poder cocinar, él mismo, bombones y pasteles con forma de corazón, decorados con sus iniciales. Y fue aquí cuando se presentó su primer problema: No sabía sus iniciales. Ni sus nombres. Si al compartir el cuerpo, llevaban nombres diferentes, o también compartían uno sólo. En fin, no sabía nada sobre ellas. Nada.
Cómo poder conquistar su amor…y aun peor: decorar pastelitos, si no sabía nada sobre ellas.
Esa misma tarde se matriculó en un curso a distancia sobre investigación… Por la noche obtuvo un diploma, que recibió por correo electrónico, y que inmediatamente mandó a enmarcar.
Al día siguiente había presentado su tesis e iniciado un postgrado. Mejor promedio. Escolta.
Pero sus pastelitos seguían siendo crema, sin iniciales. Crema y más crema.
El martes no pudo ir a trabajar. Se había empachado por comer todos los pastelitos que había cocinado. Cada uno con iniciales diferentes.
Noches sin dormir. Empacho. Nadie que le tire el cuerito. Seguro que las siamesas sabían sacar el empacho. Pero era otro dato que permanecería en el misterio.

Para ese día ya había conseguido las mejores ubicaciones, mucho pochocho y dos ramos de rosas rojas, que él mismo había sembrado, cosechado y perfumado en el balcón de su departamento, especialmente para la ocasión.
Y así estuvo en su casa, cinco días, muy preparadito, hasta el domingo. Aunque todo esto no fue suficiente para conquistar el corazón de las siamesas (uno sólo que compartían, con un ventrílocuo para cada una, digo, ventrículo). No, no fue suficiente ya que el espectáculo de malabares debió ser suspendido.
Las pelotas de plástico saltarinas se desinflaron y cayeron al suelo. Las siamesas, corrieron hacia el camarín a desinfectarse las heridas que sangraban por sus brazos y piernas. El Sr.. Mosco había olvidado quitarles las espinas a las rosas, que arrojaba con énfasis hacia el escenario. ¡Es que no podía estar en todos los detalles! Al día siguiente inició una demanda al servicio de defensa al consumidor contra el floricultor de su barrio que le había vendido un manual sobre “Cómo plantar las rosas usted mismo. Todo lo que necesita saber”. Inepto.

Otra vez arrastrado hasta un taxi por el enano Morgano. Otra vez declarado “persona no grata”· Pero con la diferencia de que esta vez el enano Morgano se tomó el trabajo de tatuar las iniciales en su oreja izquierda: “P.N.G.” , para evitar que regrese y se confunda con el público.
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El Sr. Mosco. estuvo por muchas semanas desconsolado. Sin ir al trabajo. Sin pagar sus cuentas. Sin limpiar su casa. Sin emprolijar sus ficus. Café y más café. Noches sin dormir. Crema y más crema. Un terrible empacho.

Pero un día el Sr. Mosco se compró un hermoso sombrero borravino. Le tapaba sus dos orejas: derecha e izquierda. Caminaba mirando hacia arriba y eso lo hacía parecer importante…aunque sólo lo hacía para constatar que su sombrero nuevo siguiera ahí.
Ese mismo día decidió visitar el gran circo. Entró con pasos firmes y seguros: tenía miedo que al caminar atropelladamente como de costumbre, su sobrero saliese volando. Sus pisadas resonaban dentro de la carpa: todos se dieron vuelta para verlo. “¿Y las siamesas?”, se preguntarán ustedes. Las siamesas fueron las primeras. “Qué hombre!! Qué pasos!! Qué sombrero!!”.

El Sr. Mosco no se percató de las cientos de miradas apoyadas en él, y seguía mirando hacia arriba, sin mirar a nadie más que a su sombrero.

Las siamesas se volvieron rosaditas. Nunca antes habían estado tan nerviosas por salir a escena. Cuchicheaban entre ellas. Sin cuchillos. Sobre aquel galán indiferente sentado en primera fila. Morgano, el enano, estaba crispado en sus propios nervios. Saltaba y se enchinchaba, como sólo él sabía hacerlo. Y a las siamesas no les quedó otra opción que salir a escena.

Al principio se tropezaron. No coordinaban sus respectivas mitades. “El Sr. Del sombrero, el Sr. Del sombrero, el Sr. Del sombrero”, eso era todo lo que sus mentes les canturreaban. Y así, sus pelotas se cayeron. Sobre ellas. Primero. Sobre el público. Después. También las antorchas. Algunas se apagaban en el aire. Otras, encendidas, quemaban un poco su pollera. Los espadines, que eran la especialidad de las siamesas, casi rebanaron tres dedos del enano Morgano. Pero Morgano usaba unos guantes muy grandes, así que no, continuó con sus treinta dedos. Las siamesas cerraron los ojos. No querían ver la reacción del público ante semejante “boicot circense”.
Así estuvieron unos minutos. Cuando no escucharon más voces, ni abucheos, y cuando no recibieron más tomatazos en su traje de lentejuelas; supieron que el público ya se había retirado. Abrieron los ojos y no, no quedaba nadie. Todos se habían ido ofendidos, y habían reclamado el dinero de sus entradas por tan mediocre espectáculo.
Todos, excepto uno: El Sr. Del sombrero. Permanecía en su primer asiento, mirando hacia arriba y sin dejar de aplaudir.

Las siamesas supieron que el amor había llegado.

El Sr. Mosco estaba algo confundido. Estaba contento porque lo habían dejado pasar, pero se había perdido el espectáculo. Y todo por culpa de aquel sombrero inepto. ¿Podría iniciarle una demanda a un sombrero?

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